Verano de 1998: El Frente Nacional se escinde y se convierte en la banda de los dos. Desaliento de los militantes, huida de los electores. En las europeas de 1999, Le Pen alcanza el 5,7% de los votos. Mégret y su formación disidente 3,3% de los votos. Sus adversarios no tienen necesidad de luchar contra el Frente Nacional: se ha suicidado. En la prensa se repite la misma canción: el FN revela su fragilidad escribe Le Point; !Le Pen est fini! proclama Le Nouvel Observateur. No les falta aplomo a quienes describían el Frente Nacional como una organización monolítica, una mecánica bien engrasada, dispuesta a triturar la República. ¿Quienes alertaban sin cesar contra el pulpo fascista que día tras día extendía sus tentáculos?. Durante quince años la potencia del Frente Nacional ha sido sobrevalorada. ¿Con que fin?. Gritar al lobo es oponerse a toda tentativa de escuchar a los tres o cuatro millones de franceses que votan a Le Pen pues comprender sus motivaciones habría puesto en duda los dogmas de la época.
Exclusión: soberbio hallazgo del terrorismo intelectual. Esta palabra contiene todas las amalgamas. Un excluido, en la perspectiva del `pensamiento único, es el que no ha podido aprovecharse del desarrollo económico. Por deslizamiento de sentido, el pensamiento único ha retomado este término para designar a toda minoría cuya especificidad se suponga escarnecida, a toda categoría social marginada. Con una aceptación tan borrosa y entendida de esta manera, un excluido es toda persona que no disfruta de un estatuto común por causa de la fatalidad, la ley o un fallo personal: individuos en busca de alojamiento, presos, toxicómanos, enfermos de sida, inmigrantes clandestinos… Una vez más, la semántica no es inocente. Por analogía, exclusión evoca otras palabras: discriminación, segregación, en consecuencia, racismo. El mito de la exclusión permite así acusar de racismo no importa a quien ni importa que. Sin embargo, toda vida social está fundada sobre pertenencias que determinan legítimamente algunas inclusiones y al contrario, algunas exclusiones. Religión, nación, familia, propiedad, empresa, asociación: muchas comunidades excluyen a los que no son miembros sin que eso comporte injusticia o violencia. Por regla general, el señor Dupont excluye que su mujer se acueste con el señor Durand. ¿Se trata de racismo en el caso del señor Dupont?. El pensamiento único afirma que toda exclusión es racista. La libertad de ir y venir debe ser concedida a todos. Francia no es más que un área geográfica: no pertenece a nadie en particular. Todas las culturas tienen la misma legitimidad y toda medida destinada a controlar los flujos migratorios es considerada como procedente de un reflejo xenófobo o racista. La acusación no es inocente: en el imaginario contemporáneo, la palabra racismo, vehicula una carga repulsiva proporcional al horror de los crímenes nazis, crímenes cometidos en nombre de una doctrina racista. El antirracismo funciona en consecuencia como trampa, a partir de una amalgama: toda restricción a la inmigración es considerada racista y en consecuencia, susceptible de desembocar en cualquier cosa análoga al racismo y como el universo del pensamiento único no conoce más que una alternativa: cualquiera que no se adhiera al antirracismo prueba con ello que es un racista. En el curso de una generación, Francia ha acogido al equivalente de un país como Suecia o Portugal: 10 millones de extranjeros. En Francia desde 1980, 100.000 emigrantes son autorizados cada año a instalarse en el país, sin embargo el porcentaje de extranjeros se mantiene constante en algo más del 6%. Ocurre que también cada año 100.000 inmigrantes adquieren la nacionalidad francesa pero esta nueva emigración no la forman como en los años anteriores, polacos, italianos o españoles que se asimilaban rápidamente a través de la escuela, el servicio militar, la iglesia católica los sindicatos o incluso el Partido Comunista. Ya en los años 90, el 45 % de los inmigrantes eran africanos (39% de magrebíes) y el 11% asiáticos y aquí la asimilación es complicada. Las instituciones integradoras padecen una crisis de identidad. El relativismo es una ideología dominante que considera que no hay porqué enseñar a los recién llegados la cultura francesa pues todas son equivalentes y de lo que se trata de es de construir una sociedad multiétnica y multicultural. El drama ocurre cuando los niños de estas inmigraciones llegan a la adolescencia. Para cualquier país, para cualquier cultura, existe un umbral de tolerancia más allá del cual comienzan los conflictos y es Hassan II en 1989 quien lo afirma, no la derecha rancia y racista francesa. La cuestión, escribe Sèvillia, no es saber si uno es negro o blanco, sino saber a que cultura se pertenece, a que costumbres sociales y políticas se obedece y esas leyes son determinadas por la nación. Sin papeles… una expresión tal implica que el clandestino debe recibir los papeles. La simple perspectiva de aplicar la ley y conducir a la frontera a cualquiera que no posea permiso de residencia, es considerada abominable, abyecta, monstruosa. La Alemania de Helmut Kohl organizó el retorno de un millón de turcos sin que la devolución tomara el aspecto de una guerra civil. En 1996 un proyecto de ley ya muy amputado de su pretensión original, dispone que los encargados de alojamientos deben informar a la alcaldía de la partida de un extranjero cuando esté en visita privada. Le Monde publica dos nuevos manifiestos firmados por cineastas y escritores (Arnaud, Tavernier, Sollers, Glucksman etc) llamando a la desobediencia. Jospin exige al gobierno la retirada de la medida. El 61 % de los franceses condenan la llamada a la desobediencia; el 69% apoyan el proyecto que es aprobado en febrero de l997. En junio la izquierda gana las elecciones y el gobierno procede a una regularización masiva de los sin papeles y aprueba una nueva ley que facilita la entrada en Francia y la adquisición de la nacionalidad. En 1999 se publica un estudio sociológico sobre Dreux, ciudad símbolo de los asuntos de emigración desde 1983. La ciudad se ha convertido en el teatro de una fragmentación del cuerpo social sobre base étnica, donde al racismo antiárabe y su doble mimético, el racismo antifrancés organizan la vida social. Pero las consecuencias no alcanzan a los intelectuales firmantes de los sucesivos manifiestos ni a los políticos que los convierten en leyes. Ellos están, en otra parte, no padecen las consecuencias de esas decisiones.
Yo no voy a dejar a Dios en la puerta de la escuela dice Fátima una de las alumnas que asistían a clase con velo en pleno debate en la sociedad francesa. Los defensores del laicismo, dice Sèvillia, toleran esta afirmación en una musulmana. Pronunciada por un católico sería inaceptable. Poco a poco, un estado que se proclama laico, concede a los musulmanes ciertos privilegios: financiación de las mezquitas por los ayuntamientos, casos de poligamia consentidos por la administración, horarios reservados en ciertas piscinas, tolerancia para que las pacientes en los hospitales no acepten ser atendidas por médicos masculinos, escolares que se niegan a visitar una iglesia en compañía de su profesor de historia porque tienen prohibido entrar en un edificio cristiano…El símbolo más visible es el aumento de las mujeres con velo. Lhaj Thami Breze, líder islámico que no tiene problemas en afirmar que el Corán es nuestra Constitución, asegura también que el velo es una prescripción religiosa.
Los jóvenes inquietos por su porvenir se radicalizan, titulaba Le Monde en abril de 1998. El radicalismo así anunciado era sin embargo peculiar. Treinta años después del 68 la rueda de la historia ha cambiado y los jóvenes no piensan como sus padres. Encuesta tras encuesta, los jóvenes franceses muestran que creen en la familia, la tradición o la autoridad: un 87% piensa que la familia debe seguir siendo la base de la sociedad; un 59 % que debería lucharse enérgicamente contra la pornografía y sólo un 15 % que el haschisch debería ser de venta libre. Sin duda dice Sévillia, los jóvenes no respetan nada ni siquiera el laxismo. Después de la liberación, se pone en marcha en Francia una política familiar que lleva al baby boom. Frente a la rudeza de la fábrica, en los medios populares ser madre en el hogar era una liberación. Entre 1955-65 el imaginario cambia y un nuevo vocabulario entra en escena: el trabajo emancipa a la mujer, la educación debe estar a cargo de la escuela. En los 70 el divorcio se vuelve un trámite fácil, se legaliza la píldora, surge el feminismo, la liberación sexual, el aborto, el matrimonio se desvaloriza, las uniones libres se hacen habituales. En los 90 las consecuencias se hacen evidentes: descenso notable de la nupcialidad, de la natalidad, incremento de los divorcios, normalización de las parejas de hecho, de los nacimientos fuera del matrimonio, multiplicación de los hogares reconstituidos con otras parejas, explosión del número de personas viviendo solas… En el 2000, las familias de tipo tradicional, una pareja casada con uno o dos niños, parecen el último mohicano. Hoy en Francia, un millón de hogares son monoparentales; dos millones de niños crecen sin la presencia cotidiana de su padre. Dos millones tienen un padre y un padrastro en nuevos hogares reconstituidos. La familia como lugar de estabilidad, una célula donde el niño se estructuraba en relación con un binomio masculino-femenino (sus padres), con sus hermanos y hermanas, con sus abuelos, pasó a la historia. Los funerales de Mitterrand en 1996, en presencia de sus dos familias, consagran esta desintegración. No será una crisis sin consecuencias: los delincuentes juveniles vienen en buena medida de esos hogares rotos o conflictivos; la familia es un amortiguador de crisis y frente al paro se convierte en una pequeña fortaleza que incluso asediada, permite organizarse y sobrevivir. Es el más sólido de los seguros sociales, pero no será valorada, no se la alentará, no se la protegerá. Es lo contrario lo que ocurre. Para la rive gauche, hija del Mayo del 68, escribe Sévillia, toda estabilidad es una frustración, toda permanencia una prisión, toda fidelidad una castración. La familia es considerada una inhibición, la asfixia del individuo, el lugar de una moral retrógrada. Privilegiando las situaciones excepcionales, los hogares monoparentales, contribuye a alentarlas al tiempo que vitupera cualquier proposición que favorezca la familia tradicional. Contra los defensores de la estabilidad familiar la izquierda invoca una amenaza imaginaria acusándolos de querer devolver a las mujeres al hogar. En 1995 el primer gobierno Juppé, acomplejado por la ideología dominante, no se atreve a constituir un Ministerio de la Familia. En su lugar crea un Ministerio de la Solidaridad entre Generaciones, cursilería semántica y acomplejada de duración efímera. Le Nouvel Observateur, sarcástico y al quite, afirma que hubiesen preferido un Ministerio de la Familia…¿ y por qué no del Trabajo y de la Patria? añade… Pero una vez más los datos son insistentes: después de los 35 años una mujer casada tiene 2,3 niños de media; una mujer en régimen de pareja de hecho, 1,5 y una mujer sola 0,5. Resolver la crisis demográfica que exige al menos 2,1 de nacimientos por mujer, debería pasar por alentar los matrimonios pero no será eso lo que suceda. Al contrario, son los datos del estudio demográfico los que son atacados por motivos ideológicos. Un nuevo manifiesto de intelectuales, otro más, afirmará que los sociólogos que realizaron el estudio, han levantado un monumento a la gloria del matrimonio.
En 1999, 100.000 personas desfilan por las calles de París en defensa de los valores familiares. Como en el Madrid del 2005, la manifestación discurre pacífica, sin ninguna pancarta con lemas insultantes contra los homosexuales. El periódico Liberation lo reconoce en su edición del día siguiente pero tres días después esta realidad es ocultada y substituida por la afirmación difundida por varios periódicos de que esos 100.000 franceses habían desfilado con gritos de odio contra los homosexuales: Les pédés au bucher, (los maricas a la hoguera). Es una mentira pero una mentira calculada. Dos días antes Philippe Sollers, había escrito que la Francia que se iba a manifestar era la Francia rancia, enmohecida. Veinte años antes, el mismo Sollers junto con Sastre, Beauvoir, Althusser, Derrida y Dolto entre otros, había publicado en Le Monde el habitual manifiesto solicitando las despenalización de las relaciones sexuales de adultos con menores si eran consentidas. Años más tarde la sociedad francesa tendría que afrontar las heridas provocadas por la pederastia.
Los insultos que denunciaba falsamente la prensa, si se producen en la marcha del orgullo gay, esa marcha que no gusta a miles de homosexuales que la consideran una carnavalada obscena a la que se sienten completamente ajenos. La homosexualidad ha existido siempre, dice Sèvillia y seguirá existiendo. Son ciudadanos como los demás, con los mismos derechos y los mismos deberes. A menudo artistas y creadores encarnan una sensibilidad creativa que beneficia a toda la comunidad. Pero es también una singularidad cuyo aporte no es del mismo orden que el de las relaciones hombre-mujer. La perennidad del género humano no le debe nada. La homosexualidad no transmite la vida y la sociedad solo existe por la continuidad de las generaciones garantizada por las relaciones hombre-mujer. Homo y heterosexualidad no son equivalentes. Para los herederos del 68 según Sèvillia, todas las sexualidades son iguales porque todas apuntan a la satisfacción del individuo pero este relativismo no se sostiene si se ve a escala de la historia de la civilización. No importa.
La sociedad francesa está dividida al 50 % entre izquierda y centro derecha. Sin embargo más del 80 % de los periodistas se reconocen de izquierda; una cifra equivalente de maestros son también de izquierdas o de extrema izquierda. ¿No es sorprendente que apenas un 6% de los periodistas franceses reconozcan votar por la derecha?. Periodistas y maestros parecen entender su oficio no como la búsqueda, análisis y crítica de la información sino que consideran que tienen una misión social que cumplir al servicio de una noble causa que definen ellos mismos y a la que deben ayudar a triunfar. Que en esa misión hayan apoyado a Tito, Ho-Chi-Min, Mao, Gadafi, Castro, Arafat entre tantos otros, no parece haber incitado a la autocrítica salvo en honrosas excepciones. Jean Lacouture reconoce haber practicado una información selectiva con Vietnam y no haber reconocido su carácter estalinista y lo mismo hace Olivier Todd pero incluso dentro de su autocrítica Lacouture no se atreve a llamar a las cosas por su nombre, y habla del régimen vietnamita como de un fascismo tropical. Sèvillia, irritado señala: no es fascismo tropical, no es una catástrofe natural imprevisible la que ha sufrido Vietnam o Camboya, es comunismo. Cada vez más, el alejamiento entre la sociedad y los medios de difusión se hace más grande. Porcentajes grandes de la población no se reconocen en la prensa ni en la televisión y a pesar de esta continua presión mantienen una y otra vez su votación. Ocurre que ser de izquierdas o haberlo sido es normal. Ser de extrema izquierda o haberlo sido es comprensible. Ser de derechas o haberlo sido, necesita ser justificado. Ser o haber sido de extrema derecha, eso descalifica para siempre.
La caída del muro de Berlin deja a todos los que explicaban el mundo como una confrontación comunismo-anticomunismo sin referencias. Es entonces cuando Fukuyama publicará su tesis del fin de la historia: el liberalismo no tiene ya enemigo, hemos alcanzado el punto final de la evolución ideológica de la humanidad… Se equivocaba: lo que se anuncia no es la homogenización del mundo sino su balkanización y los Balcanes, considerados en su historia o entendidos como metáfora, no son fáciles de entender. Se cruzan en ellos cien líneas de fractura herederas de un pasado próximo o lejano. Hasta el XIX, súbditos de los Hausburgo contra vasallos turcos; católicos croatas contra serbios ortodoxos; cristianos contra musulmanes. En 1918 eslovenos y croatas austrohúngaros, contra serbios independientes. En los años 20 croatas nacionalistas contra serbios federalistas; en 1941 yugoslavos resistentes contra yugoslavos colaboradores, fascistas croatas contra realistas serbios, serbios resistentes contra serbios colaboradores; a partir de 1945 comunistas contra opositores a Tito; después de Tito, independentistas eslovenos y croatas contra federalistas serbios; en Kosovo autonomistas albaneses contra centralistas serbios… Estas complejidades sutiles, nacionales, religiosas, históricas, desconciertan a todos aquellos intelectuales cuya ideología ha eliminado de sus análisis la nación, la religión o la historia. En lugar de pensar la complejidad la reducen a un esquema simple, es decir falso. Así, en el conflicto yugoslavo pronto se decidió que los buenos eran los croatas y los musulmanes y los malos los serbios. Pero los croatas no eran santos y Bosnia no era un idílico paraíso de convivencia social y religiosa. Así que cuando fueron los bosnios y los croatas los que se masacraron mutuamente, nadie dijo nada pues no se sabía quien era el bueno y quien el malo. Recordar que en los Balcanes todo es siempre complicado, hubiera evitado los errores, graves errores cometidos por estos intelectuales que una vez más no vieron otra cosa en esta catástrofe que la lucha contra el fascismo del que Milosevic era el Hitler balcánico mientras que las milicias croatas no menos genocidas, eran olvidadas entre otros muchos olvidos.
El 6 de Octubre del 2001 se celebró en el Stade de France el primer partido de fútbol entre las selecciones de Francia y Argelia. En el palco de honor, el primer ministro francés y varios ministros de su gabinete. En las gradas, miles de residentes de los barrios periféricos parisinos, agitaban cientos de banderas de Marruecos, Argelia y Túnez. Cuando suena la Marsellesa, el abucheo desde las gradas es general. En el minuto 75 Francia gana por 4-1. Centenares de espectadores flameando banderas argelinas invaden el campo, varios de ellos gritando !Viva Ben Laden!. Algunos objetos lanzados desde el campo alcanzan a los ministros. Esa es la situación hoy. Pascal Bruckner, un antiguo sesentaochista, se había preguntado unos años antes ante la conciencia de culpabilidad colectiva que parece sufrir Occidente, o al menos algunos de sus pensadores: ¿Cuando la ONU inscribirá el anti-occidentalismo y el racismo anti-blanco en el capítulo de crímenes contra la humanidad?.
Son estos pequeños apuntes obligadamente concisos y que no hacen justicia al libro, una muestra del modo en el que Sèvillia aborda los temas que han agitado Francia, (y España), en los últimos 60 años. Faltan otros muchos imposibles de resumir, pero ahí están analizados, criticados, combatidos o defendidos, muchos de los intelectuales que algo tuvieron que ver con nuestra formación en los años precedentes, de las ideas que propagaron o de los líderes que admiraron: Sartre, Aron, Camus, De Gaulle, la guerra de Argelia, Indochina, los colaboracionistas, los numerosos manifiestos a los que tan aficionados son los intelectuales franceses, la Revolución y su terror, (impagable el capítulo dedicado a La Vendé, antes foco antirrevolucionario, hoy genocidio reconocido), el 68, el papel de Le Monde, de Liberation… Se acepten o no sus ideas, libro de lectura obligada, no para descalificarlo con los adjetivos habituales del terrorismo intelectual aquí denunciado, sino para refutarlo o aprobarlo, porque lo que enseña entre otras cosas, es como analizar los hechos de modo no maniqueo y cómo funciona el terrorismo intelectual del pensamiento único que hoy, aquí, entre nosotros, reina de modo esplendoroso.