Escribir una historia del cielo es reconocer que más allá de la muerte existe un lugar donde la vida continua pero ese lugar ha sido imaginado a lo largo de la historia de maneras muy diferentes y por lo general, en oposición a otros lugares alternativos cuyo perfil se asemejaba más o menos, a lo que hoy llamamos infierno y purgatorio. Acostumbrado a estas creencias el cristiano occidental tiene dificultades cuando estudia culturas en las que estos lugares imaginarios apenas tienen existencia. Puede incluso ser ateo, no acreditar en ellos y reconocer en consecuencia que la vida se acaba aquí y todo se reduce a un aumento de la entropía. Sin embargo, su economía psíquica, o su utopismo ético le exigen compensación, lo que lo lleva no pocas veces a suponer que esas dos polaridades del más allá tengan existencia… aunque no existan.
Los hindúes postulaban tres vías para los muertos. Todos los cadáveres eran quemados, así que el paso por el fuego constituia el comienzo del viaje al más allá que, según los méritos del fallecido, (méritos para cuya valoración no había juez reconocido), podía acabar en la luz del mundo del brahmán de donde no se retorna si uno era de los justos; en el mismo lugar para pasar después por una serie sucesiva de reencarnaciones en nuevos cuerpos terrenales, si se era relativamente bueno, o en el infierno, después de varias reencarnaciones en cuerpos de lombrices y otros animales.
Los griegos del tiempo de Homero tenían un Hades, una especie de espacio sombrío e impreciso donde se movían las sombras de los muertos. Con Platón, surge una concepción mucho más refinada del alma que va a pasar casi íntegramente al cristianismo. Los romanos oscilaban entre el Hades más o menos griego y un cielo, los Campos Elíseos, benevolente y feliz donde todo era agradable. Los judíos tenían su Sheol, un lugar sombrío como el Hades fuera del alcance mediador de los vivos.
Sea como sea, son raras las culturas que no desarrollan un más allá imaginario al lado del más acá terrenal y, como afirma Le Goff, cualquier modificación del espacio del más allá tiene que ver con modificaciones profundas del más acá y actúa a su vez sobre él.
El cristianismo no ha sido parco en estas mutaciones escatológicas. El más allá cristiano tuvo durante mucho tiempo dos únicas alternativas: celo o infierno. Más adelante fueron cuatro al añadirse a estas dos primeras el Limbo y el Purgatorio. El infierno tiene menos comentaristas y menos historiadores, tal vez, por la monotonía de sus representaciones que prácticamente se han mantenido inamovibles desde que Dante en La Divina Comedia hizo el inventario de sus suplicios. Vicente Risco, entre nosotros, dedicó a Satanás una historia detallada pero debe comprenderse que no es lo mismo una historia de Satanás que una historia del infierno. Para Borges, que escribió una Historia de la Eternidad, lo terrorífico del infierno no son las llamas, los tridentes o el aceite hirviendo sino la idea de eternidad lo que por otra parte, equipara en rigor del suplicio a cielo e infierno.
Hasta ahora disponíamos de una Historia del Purgatorio que Le Goff escribió hace algunos años. El Purgatorio, es de invención reciente. Aparece por vez primera en la Edad Media, en el siglo XII y remodeló por completo la historia europea de tal forma que aun hoy se dejan sentir los efectos de esa invención. En ese lugar intermedio, entre cielo e infierno, los vivos podían interceder por los muertos mediante plegarias o limosnas. No se puede entender Galicia sin reconocer la enorme importancia que tuvo y tiene en su cultura el Purgatorio: cruceiros, petos de ánimas, iglesias, creencias en aparecidos, ritos, costumbres, nacen de esa creencia. Los países protestantes que rechazaron esta invención y en consecuencia la comunicación vivos-muertos, vieron crecer en su seno el espiritismo como intento laico de comunicación con sus seres queridos fallecidos.
Al contrario que el Purgatorio, cuyo imaginario como el del Infierno permanece casi invariable desde hace siglos, el Paraíso celeste de invención mucho más antigua, ha conocido numerosas metamorfosis a lo largo de los siglos. La historia que aquí cuentan estos dos autores es la del cielo cristiano y es una lástima que no hayan extendido a otras religiones una historia que no deja de ser en algunos momentos paradójica y divertida. Por ejemplo: el paraíso islámico, siempre mucho más terrenal que el cristiano, tuvo que afrontar debates crispados a propósito de su funcionamiento. Una de estas polémicas era la siguiente: ¿Existe la mierda en el Paraíso?… ¿Cagan los caballos y los bienaventurados o no lo hacen? .
Las diversas maneras en las que el cielo fue concebido a lo largo de la historia del cristianismo deben mucho a las condiciones sociales en las que se fue desarrollando. En tiempos de San Ireneo, obispo de Lyon en el último tercio del siglo II, la persecución y el martirio eran la norma para los cristianos. El cielo que describe San Ireneo era una compensación a las desdichas del martirio en vida, un mundo material desbordante de riquezas y gloria que recompensaba las penalidades de una vida prematuramente acabada con el martirio.
En San Agustín hay dos cielos. A principios del siglo IV alejado el peligro del martirio, el cristianismo tuvo que buscar otro modelo de santidad y lo encontró en el ascetismo. San Agustín imaginaba su primer cielo como un paraíso ascético (solitario y monacal), una continuación de esta vida ascética y terrenal idealizada hasta que la oficialización del cristianismo como religión imperial lo llevó a considerar que en la vida comunitaria y mundana podía haber también un camino hacia lo celestial. Concibe entonces el cielo como una asamblea, una eclessia, una ciudad de Dios donde reencontrar a familiares y amigos y gozar de la presencia divina.
Estas tres formas de cielo, el Paraíso-Recompensa de San Ireneo y los dos cielos agustinianos, el más allá ascético y el modelo eclesiástico-asambleario de la Ciudad de Dios, reaparecerán según las circunstancias durante toda la historia de la cristiandad.
En la Alta Edad Media, apenas sin vida urbana, domina el cielo ascético-paradisíaco y los monasterios buscaban los rincones más apartados para instalarse. Los gallegos son un buen ejemplo de este apartamiento: Oseira, Ribas de Sil, San Pedro de Rocas, Armenteira, Carboeiro, se edifican sobre peñas abruptas, cañones casi imposibles, espesuras impenetrables. El Ora et Labora gobierna una vida campesina donde el cielo sigue siendo imaginado como un jardín celestial paradisíaco. Es un cielo que se va volviendo más concreto alejándose del ascetismo abstracto agustiniano y los pintores le dan forma para acercarlo al mundo campesino popular.
Cuando la vida urbana renace, el jardín celestial se transforma en ciudad celestial. Los místicos que se asoman en sus éxtasis al recinto de la divinidad, informan ahora de visiones del más allá en el que alternan las torres con los castillos en un espacio urbano majestuoso, una Jerusalén celestial donde por supuesto se mantiene una jerarquía como la que gobierna la vida feudal. No es la misma jerarquía pero la hay. La imagen ahora dominante que aparece en las pinturas religiosas, es la de una ciudad estado rodeada por un jardín. El paraíso ajardinado es ahora solo el prólogo de la ciudad, el parque que la rodea. La vida en esa ciudad es la de la vida en la ciudad estado terrenal magnificada en todos sus rituales diarios sin excluir las fiestas. Tales imágenes se apoyaban en el Apocalípsis de San Juan que describía una corte celestial repleta de ángeles y viejos venerables.
En estos siglos se recupera a Aristóteles y con él, los escolásticos dotan al cielo de dos atributos: luz y círculo. El cielo es ahora un lugar luminoso dominado por el círculo de la divinidad. Ambos elementos se materializarán en las catedrales góticas, en sus rosetones, en sus vidrieras y en la ligereza de sus muros que permiten el flujo de la luz de la divinidad. Estas catedrales son el cielo en la tierra, el lugar donde los fieles tenían una visión anticipada del esplendor de los edificios de la ciudad del más allá. Es difícil saber si fue la luminosidad de las catedrales la que llevó a concebir a Dios como luz o si fue la escatología celestial que veía a Dios como luz la que impulsó una arquitectura que buscaba ese efecto. Fuese como fuese, esa idea de la divinidad-luz nos regaló las catedrales góticas.
Para Santo Tomás, el cielo era conocimiento entendido como iluminación. Era estudioso y colocaba el intelecto por encima de cualquier otra cosa. El cielo era para él, ya liberado de toda necesidad material, la oportunidad del conocimiento total, es decir, Dios. Visión adecuada para los teólogos pero para el pueblo llano que necesitaba más pasión en este amor de Dios, era una visión dura.
La sociedad vive por entonces en un tiempo de amor pero no de un amor cualquiera. El matrimonio era en esos tiempos ajeno a lo amoroso. Era un contrato comercial, un asunto económico. Lo amoroso, idealizado y al margen de esas transacciones, se colocaba en otra parte. Es el momento del amor cortés y también el del amor místico. Los místicos ya no relatan a sus oyentes, ávidos de noticias, el perfil urbanístico del Paraíso. Ahora se trata de unirse con su amado, con Dios, en una síntesis de amor material y espiritual, una especie de amor cortés celestial pero que no desdeña las metáforas más atrevidas del amor carnal.
En los siglos XV y XVI, el cielo se dividió en dos niveles: el humano (Paraíso) y el divino (Cielo). Las pinturas renacentistas representan con nitidez esa división: abajo el Paraíso, un jardín de las delicias donde juegan los bienaventurados ajenos a cualquier preocupación. Arriba, la Ciudad de Dios, residencia de la divinidad, representada casi siempre con el estilo luminoso de las catedrales góticas.
Hay algo más. El antiguo cielo medieval concebido como paraíso restaurado que hereda el Renacimiento es transformado al ser concebido como Campos Elíseos, como Edad de Venus. Son las imágenes clásicas de Cicerón, incluso de Hesíodo, las que utilizará este nuevo imaginario pues el renacimiento, que añoraba la Edad de Oro o Edad de Venus en las que el amor libre no era objeto de persecución ni de comentarios maliciosos introducirá estas imágenes paganas en las pinturas religiosas.
El lado humano del cielo se volvió relevante durante este período y en él, el encuentro con los amigos era una fuente de dicha que privaba a Dios de ser la única posibilidad de goce. El cielo se volvió mundano, humano. En este nuevo cielo humanizado, en contra de las opiniones del pasado de Santo Tomás para el que en el cielo solo existiría vida contemplativa, había actividad, incluso actividad sensual que la Reforma hará desaparecer hacia finales del siglo XVI. Solo quedará la idea de un cielo humano pero no volverán a aparecer en las pinturas religiosas los cuerpos desnudos y abrazados con los que El Bosco, Signorelli o Miguel Ángel llenaban sus Juicios Finales, sus paraísos, ni tampoco las fuentes o barcos con los que los pintores adornaban el parque ajardinado.
Los protestantes predicaron la idea de un cielo teocéntrico gobernado por la idea de un Dios-Juez. Nada de paraíso terrenal, solo el goce de Dios era aquí posible. A cambio de ese cielo desprovisto de paraíso terrenal enfatizaron la vinculación al mundo en vida en lugar del ascetismo católico. Es decir, los católicos ponían el cielo y el paraíso terrenal en el más allá. Los reformistas eliminaban la tierra del más allá y la situaban en el más acá. El cielo se volvió tan aburrido y carente de compensaciones (además imposible de ganar mediante méritos terrestres según la idea que defendían de la predestinación) que convenía aprovechar la vida y a ello se dedicaron con tesón y provecho como Max Weber estudió en un libro famoso.
Con los protestantes se acaban las mediaciones: ni Papa, ni representante de Dios en la tierra, ni sacerdotes. Solo Dios y los creyentes. Las pinturas de los reformados traducen esa mutación imaginaria: Dios es colocado en el centro; a su alrededor un círculo de iguales que son los fieles. Nada de jerarquías celestiales, nada de santos ni patriarcas. La Contrarreforma católica asumirá este cielo teocéntrico de tal forma que a mediados del siglo XVII esta idea teocéntrica del cielo dominará toda la cristiandad y se mantendrá hasta el siglo XIX.
A partir de este capítulo dedicado a la Contrarreforma el libro decae y por razones cuando menos curiosas. Entramos en el cielo moderno y aquí los autores dedican a Swedemborg una extensión que no parece merecer. Atribuyen a este sueco visionario del que se reía Kant insinuando su locura, la invención de este cielo moderno que es un cielo antropocéntrico y material, continuidad de la vida en la tierra. Es un cielo kitsch al que, al parecer, Swedembrg tuvo acceso durante doce años y que algunos de sus seguidores que fundaron la Iglesia de la Nueva Jerusalén dibujaron de modo preciso. En este cielo, según los méritos espirituales de cada uno, se tendrá una casa más o menos confortable (se sabe por ejemplo, que a Lutero le dieron una exactamente igual a la que tenía en la tierra) y se volverán a encontrar amigos y familiares. Dios andará por allí pero no molestará demasiado. Insólito seguidor de Swedemborg, Wiliam Blake confesó alguna vez que sus dibujos estaban inspirados en las visiones de este sueco.
En los capítulos que siguen, después de criticar a las teologías modernas que mantienen el cielo teocéntrico y previa introducción de unas cuantas estadísticas que confirman que lo que los americanos modernos imaginan después de la muerte es un cielo antropocéntrico, se nos presenta de modo apologético la Iglesia de los santos de los últimos días (mormones) como una excepción dentro de las concepciones teológicas cristianas por su aceptación de este cielo moderno caracterizado por el énfasis en el parecido entre nuestro mundo y el más allá así como la afirmación de la naturaleza eterna del amor, la familia y el trabajo. Resulta que esta teología celestial mormona «no es el resultado de la mera especulación sino de la revelación divina a los líderes tanto pasados como actuales de la iglesia».
Tal vez esta sorprendente afirmación que contradice todo lo que en el libro se venía afirmando desde su primera página, tenga su explicación, por otra parte inexplicable, en la nota biográfica de la solapa en donde se nos aclara que Collen MacDanell, co-autora del libro, es profesora asociada de la cátedra Sterling McMurring de estudios religiosos de la Universidad de Utah, es decir, con toda probabilidad, es una creyente mormona. Tal vez la primera parte del libro se deba al otro autor porque suponer que esta visión celestial fue revelada a un hombre de vida tan peculiar, por no utilizar otro adjetivo, como Joseph Smith y creer, después de afirmar página tras página que las imágenes del cielo tienen que ver con las condiciones de vida en la tierra, no deja de ser sorprendente.
Tal vez lo mejor sea leer esta última parte del libro de otra manera y francamente… entre los dibujos y pinturas de este cielo moderno de Sweedembrg y mormones y los cielos de El Bosco… a mí que me busquen el en Jardín de las Delicias.
1991