El deseo de comprender o «por qué
PRESENTACIÓN EN EL CERCANO, JUEVES 15 DE FEBRERO DE 2024
1 Los orígenes del libro
Como muchos sabéis, he dedicado muchos años a la crítica de libros infantiles y juveniles. En la introducción del libro explico que, cuando hacía ese trabajo, muchas veces pensaba que me gustaría poder dedicar tiempo a la lectura calmada de libros clásicos, propósito que pude cumplir cuando regresé a Ourense hace ahora tres años y medio. En esa situación, gracias a las conversaciones sobre libros que cité antes, empecé a pensar en escribir El deseo de comprender.
También indico en la introducción mi experiencia de haber conocido, en mi trabajo anterior, a personas que dedican su tiempo y su esfuerzo a convertir a los niños en mejores lectores pero que, desanimados por las dificultades de todo tipo que se les presentan, y que a ninguno se nos escapan, acaban optando por una línea de menor resistencia y conformándose con objetivos menores, como si renunciaran a intentar llevar a los lectores jóvenes hacia la mejor literatura.
No lo digo como queja pues actuar así tiene su lógica. Muchas veces he debido explicar que, como decía Chesterton, la literatura es un lujo pero la ficción una necesidad: todos necesitamos historias de todo tipo, como es fácil comprobar, pero muchos no han conocido, no conocen y no conocerán la literatura, que no deja de ser una especie particular dentro de las ficciones, precisamente la que alcanza un nivel alto de belleza y de verdad. Los niños y los jóvenes (y todos…) buscan, por encima de todo, historias que les atraigan y en principio no piensan en otros factores que los lectores más expertos valoran o valoramos mucho. Esto quiere decir, también, que la educación lectora y literaria debe dirigirse, sobre todo al principio, a que los chicos y chicas sepan distinguir las historias que tienen calidad de las que no la tienen para, desde ahí, llevar a la buena literatura a cuantos más mejor.
Además, esta es otra idea de Chesterton, los libros que nos dicen más cosas del mundo en el que vivimos son los malos libros (e igual pasa, como nos repite mucho uno de nuestros contertulios, con tantos programas de televisión que algunos nunca vemos). Es cierto que si leemos las ficciones de tipo más intelectual conocemos lo que dicen los intelectuales, y lo que dicen muy conscientemente, mientras que si leemos ficciones populares conocemos lo que la mayoría de la gente está diciendo o, más importante todavía, lo que no está diciendo, lo que muchos asumen inconscientemente y por eso ni siquiera piensan en que valga la pena mencionarlo. Esto hace pensar que, si el mejor resultado del interés por la literatura es que afina nuestra mirada para las cosas de la vida, leer malos libros nos puede dar luces sobre la vida pero, eso sí, con tal de que hayamos aprendido antes a distinguir la luz de la oscuridad, es decir, con tal de que hayamos leído bastantes libros de buena literatura para saber cuando estamos leyendo los que pertenecen a la mala.
Por tanto hay que contar con que muchos niños y niñas, y muchas personas, no leerán nunca la mejor literatura y tampoco los clásicos. Pero también hay que contar con que cuanto más alto apuntas más lejos llegas por lo que, en especial si hablamos de cuestiones educativas y de libros, debemos elevar el punto de mira y, en la medida de lo posible, promover la lectura de las mejores obras. (También, si es necesario y no hay otro camino, en buenas adaptaciones: yo he recomendado algunas a muchos adultos, cuestión que menciono también en mi libro, por cierto).
En el pasado escribí un artículo largo y, con él como base, tuve sesiones con gente joven para explicarles el gran interés de los clásicos, y para mostrarles que, si los conocieran, entenderían mejor y disfrutarían más de las ficciones que ya les encantan (ahí nombraba muchas películas de gran éxito). Para esas sesiones me apoyaba en que, como decía Borges, todas las tramas que leemos o vemos «sólo son apariencias de un reducido número de tramas esenciales», cuatro tipos de historias que siempre vuelven: una batalla (la Iliada), un regreso (la Odisea), una búsqueda y una misión (la Eneida), y la muerte de un dios.
2 Una intención general
A lo mejor alguno habéis visto y leído «Los profesores ya no leemos», un artículo de Diego Garrocho en el ABC el día 7 de febrero. En la misma línea un director de colegio al que le mandé información de El deseo de comprender, me agradecía el trabajo y me decía lo mismo: nuestro problema es que los profesores no leen. No digo esto para empezar a teorizar sobre lo que deben o deberían hacer los educadores, ni para ponerme a llorar sobre las ruinas de buena parte de la enseñanza que se da hoy en los institutos y colegios; y ni siquiera para desear que con este libro algunos profesores se animen a difundir la mejor literatura entre sus alumnos, aunque ojalá.
Lo digo para explicar que nos corresponde a todos, a quienes esto nos preocupa, desarrollar alternativas, promover una contracultura que contrarreste la mediocridad ambiental de la cultura dominante. Una profesora norteamericana usaba recientemente la metáfora —aunque decía que le parecía un poco dramática y hasta ofensiva—, de que debíamos construir en nuestra sociedad algo parecido a lo que se llamó en Estados Unidos el ferrocarril subterráneo, el sistema que usaron muchos negros del Sur cuando huían de la esclavitud: iban ocultándose a través de una red de casas seguras que componían una vía de escape hacia el Norte. Decía también esa profesora que también hoy se necesita un túnel de fuga de la cultura contemporánea que cree conexiones valiosas entre personas, una especie de red invisible bajo la cultura dominante, que la desafíe. Supongo que un libro como este, o un espacio cultura como este de El Cercano, o conversaciones culturales como las que algunos mantenemos aquí, son estaciones de paso en ese túnel de fuga.
A la vez se ha de añadir que si en general este es un libro para todos, en particular lo es para quienes están dispuestos a invertir tiempo y a trabajar un poco, pues en él se habla de libros que nos desbordan: ninguna de las obras que se comentan —las de Homero, la Eneida, la Divina Comedia, las mejores obras de Shakespeare, el Quijote— se comprenden del todo a la primera ni a la segunda… Decía Tolkien que «todos necesitamos una literatura por encima de nuestra medida, aunque no tengamos energía para ella todo el tiempo»; decía que la energía de los jóvenes es habitualmente mayor y, por eso, que necesitan menos que los adultos aquello que se hace descender a su (supuesto) nivel; pero, continuaba, «aún a los adultos, creo, sólo nos conmueve realmente lo que, cuando menos en algún aspecto, está por encima de nuestra medida».
Pues bien, los grandes libros clásicos están por encima de nuestra medida y por eso podemos volver a ellos una y otra vez para descubrir siempre algo nuevo. Hace poco leíamos aquí algunos la respuesta que daba un profesor a quien le preguntaba: «¿No hay maestros como antes?» El entrevistado respondía que los maestros no son las personas, sino aquello sobre lo que las personas hablaron, los conceptos que crearon; decía que lo importante de una personalidad son sus descubrimientos; que un buen profesor, igual que un buen escritor, nunca debe intentar atraer con su persona sino que ha de intentar convencer de sus ideas mediante argumentos y sin bajar nunca el listón. Tolkien hablaba también de que «no hay que descender al nivel de los Niños ni de nadie», ni siquiera en las palabras que uno usa; que «un buen vocabulario no se adquiere leyendo libros escritos de acuerdo con el criterio que alguien tenga del vocabulario de determinado grupo de edad», que «se adquiere leyendo libros que estén por encima del propio nivel». Consideraciones que se aplican, de modo particular, a los grandes libros clásicos.
3 La construcción
Al comienzo del libro pongo dos famosas citas, ya muy antiguas, acerca de que vemos más lejos y llegamos más alto apoyados en hombros de gigantes. Aunque haga mías las valoraciones que voy citando, claro está, El deseo de comprender se basa en el trabajo de muchos estudiosos. En uno de sus libros sobre crítica literaria decía T. S. Eliot que, cada cierto tiempo, en la historia surge un maestro de la crítica más valioso que reordena el valor de lo que hemos recibido del pasado y que incluso presta un buen servicio al equivocarse de manera distinta que los anteriores; y añadía que los demás críticos lo único que hacen es repetir lo que ya dijeron esos maestros. Lo que interesa es que cuanto más larga es la secuencia de críticos mayor es la corrección de los sesgos, más ajustada es la valoración que hacemos, más prudente y necesario es, tanto alinearse con la tradición contra las propias apetencias, como evitar los juicios apresurados en los con tanta facilidad caemos.
Esto es verdad, en especial, de autores y obras tan estudiadas y discutidas como las que comento en El deseo de comprender, un libro que intenta cumplir la que Eliot calificaba como la misión más urgente de la crítica literaria: el rescate continuo, generación tras generación, de lo que por estar ya hecho amenaza perderse o, por lo menos, despreciarse. El pasado no es un perdido paraíso al cual, sin excesiva convicción, se sueña con volver; no, el pasado está vivo en el presente y sus grandes obras nos configuran y, si las dejamos, nos curan de una buena parte de nuestros males. Como decía Nicolás Gómez Dávila, «Sólo las letras antiguas curan la sarna moderna», «El que no confronta su vida a través de los grandes textos la confronta a través de los tópicos de su tiempo».
Cito en el libro a un autor que afirma que la Divina Comedia es un libro que pide constancia y esfuerzo, y «una atención dilatada a lo largo de los años»; es decir, que «no ha leído la Divina Comedia quien la ha leído una sola vez». Estas observaciones son válidas para los demás libros de los que hablo. No vamos a esos libros en plan nostálgico erudito, sino que vamos a leerlos para dialogar con nuestros antepasados más perspicaces y aprender así nuevas formas de pensar, una tarea que nos exige tiempo y, habitualmente, unos cuantos intentos. Vuelvo a citar a Gómez Dávila: «Sólo en los libros mismos de quienes las inventaron no envejecen las ideas», «No es entre pequeños en donde nos sentimos grandes, es en la luz de los grandes en donde nos sentimos crecer».
4 Un hilo conductor
Por último, unas ideas sobre un hilo que recorre todo el libro: el del heroísmo, el de las distintas clases de héroes, el de que quién es un héroe.
En la Ilíada se presentan el heroísmo de Aquiles, el heroísmo guerrero de quien apuesta por «una vida corta y gloriosa en vez de una vida larga y sin lucimiento», y el heroísmo más amable de su rival Héctor. A él le sucede luego el heroísmo de Ulises, un heroísmo de supervivencia, una opción que Aquiles reconoce como mejor que la suya en la conversación que tiene con Ulises cuando este visita el Hades en la Odisea.
Después, en contraste con el individualismo característico de los héroes homéricos, llega el troyano Eneas, a quien Virgilio llama piadoso —por el cuidado de su padre anciano y de su hijo pequeño; por hacerse responsable de sus hombres; por su amor a su patria y por su fidelidad a la misión que se le ha encomendado, que afronta siempre sin buscar sus propios intereses—.
El heroísmo de Dante es diferente: si en las epopeyas del pasado se alababan o admiraban las virtudes humanas e intelectuales de los héroes —la valentía de Aquiles, la prudencia de Ulises, el compañerismo de Eneas—, dice José Mateos que Dante, «al ponerse a sí mismo como protagonista y resaltar sus torpezas y arrepentimientos» viene a decirnos que la epopeya más arriesgada es la vida de cada uno y que «todos podemos ser héroes morales de nuestra vida».
A diferencia de Homero y de Virgilio, Dante es el narrador y el protagonista de su obra, un cambio de posición que podemos poner en el origen de toda la poesía moderna; y mientras que Homero y Virgilio son sólo una voz y una mirada —aunque sean una voz y una mirada que sobrevuelan a hombres y dioses— «Dante, por el contrario, está en su poema de cuerpo entero, lo vemos esforzarse y abrirse camino como un explorador: a machetazos, a fuerza de mucha voluntad y mucha necesidad».
En las obras de Shakespeare un héroe guerrero y líder de sus hombres parecido a los antiguos es Enrique V; uno inesperado, con una breve aparición, es un siervo sin nombre que actúa, sin pensárselo mucho, cuando se comete una injusticia en su presencia (en El rey Lear); pero, sobre todo, entre sus personajes son memorables varias heroínas, de muy distinto tipo, como la inteligente Porcia (en El mercader de Venecia), o la generosa Cordelia (en El rey Lear)…
Luego, si Dante había construido una epopeya para terminar con las epopeyas, Cervantes construye una novela de caballerías para terminar con las novelas de caballerías. Cuando don Quijote afirma que «a fe que no fue tan piadoso Eneas como Virgilio le pinta, ni tan prudente Ulises como le describe Homero», sus palabras indican la voluntad de Cervantes de alinear a su héroe con los grandes héroes del pasado y de afirmar su mayor altura moral. Dice un famoso cervantista que Don Quijote es un «héroe total: como un Cid, como un Roldán», y que «su libro es el último gran poema de un anhelo universal, de un ideal intacto».
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Me consta que algunos que han leído ya El deseo de comprender se han visto impulsados a leer o releer después alguno de los libros que comento. Ojalá pase lo mismo en muchos más casos: ese es uno de sus objetivos inmediatos.
Para terminar, a quien no lo conozca seguramente le gustará oír, y a quien ya le suene le gustará recordar, el comentario de Chesterton acerca de que un clásico es un libro que se puede elogiar sin haberlo leído. Esto no es injusto: simplemente indica respeto por las conclusiones de la humanidad. Asumimos que Beethoven fue un gran músico o que Dante fue un gran poeta. No aceptarlos por no haber escuchado al primero o por no haber leído al segundo, equivale a no creer que el Everest es alto porque nunca lo hemos escalado o que el Polo Norte es frío porque no hemos ido allí. La peor clase de escéptico no es el que duda de Dios sino el que duda de los hombres.