Si para celebrar una reunión del G-8 hay que bloquear una ciudad, echar mano de cientos de policías, y propinarle suculentas malleiras a miles de manifestantes, habrá que suprimir el G-8 (que sería lo correcto), o celebrar estos aquelarres en un trasatlántico. Porque es un absurdo acumular la leña del conflicto -¡erre que erre!-, e intentar después que no arda.
Lo que pasa en los Sanfermines es la lógica consecuencia de un magno botellón de ocho días, cuyos 200.000 participantes funcionan bajo la imprevisible racionalidad de las masas amorfas y excitadas, tras ser convocados por autoridades y medios de comunicación que, con la disparatada intención de convertir en cultura lo que solo es ruptura, asumen el deber de proteger el desmadre como si fuese el festival de Bayreuth.
Si mantenemos la idea de que la diversión de los jóvenes solo se obtiene de madrugada, en sesiones discotequeras de diez horas, donde las sustancias corren más libres que el río, es imposible que no cosechemos drogatas, borrachos, fangios de madrugada, funerales de tarde, y padres que están rezando -porque en la madrugada no hay padres ateos- para que regresen enteros a casa.
En una sociedad que presume de culta, que dispone de conectividad y movilidad hasta ahora inimaginables, y que identifica la libertad con hacer lo que a uno le da la gana, hemos conformado la juventud más gregaria, más productora de basura, más meona en portales y sumideros, más drogada -según la DGT- y más masificada de la historia. Y para que esa juventud siga interpretando su diversión y su felicidad de forma tan refinada y delicada, modificamos leyes, primamos su ruido sobre nuestro descanso, le entregamos los espacios más emblemáticos de las ciudades, contratamos a los raperos más provocadores, movilizamos sanitarios, policías, bomberos y equipos de limpieza con horas extras, y ponemos en riesgo a los mismos chicos que cuidamos como bebés cuando están fuera del rebaño.
Lo de Vigo tiene causas objetivas que se pudieron evitar. Pero al margen de exigir las pertinentes responsabilidades, podemos hacer estas preguntas: ¿es necesario destinar a un espectáculo de masas uno de los espacios más sensibles y caros de la ciudad? ¿Se habían previsto posibles saltos, bailes o estampidas durante el concierto? ¿Es necesario seguir midiendo la felicidad y el éxito de los festejos a través de la masificación, el ruido, la basura acumulada, el colapso urbano y las horas intempestivas? ¿Es esto la modernidad, la cultura, el way of life urbanita y la libertad?
Vivimos en una sociedad que genera, fomenta y paga el desorden que luego no puede controlar. Y por eso apunto a que, en vez de analizar casuísticas inagotables, responsabilidades imprevisibles, y riesgos vinculados a la masificación, deberíamos pensar en cambiar de estilo de vida. Porque este modelo ya dio de sí todo lo que puede dar. Y la vuelta a la ciudad acogedora y silenciosa puede ser una opción alternativa.