Digámoslo de manera cruda aunque nos duela: como país damos asco.
¿A qué hora nos convertimos en esta horda de criminales que van por ahí agrediendo sin consideración a los demás? Jornada tras jornada conocemos episodios de barbarie que deberían hacernos sentir espanto de nosotros mismos, de lo que somos.
El más alarmante de todos es sin duda la violencia contra los niños. El tema vuelve a las primeras planas por la terrible noticia que acaba de presentarse en El Cóndor, vereda del Caquetá. Cuatro niños —hermanos entre sí— fueron asesinados a mansalva con disparos en la cabeza.
Las autoridades señalan que pudo haberse tratado de una venganza, ya que los padres de los cuatro menores habían sido conminados a abandonar la finca donde viven. La matanza fue perpetrada, según contó un quinto hermano que se salvó porque se hizo el muerto, por dos adultos.
Cualquiera que sea el motivo, la conclusión es la misma: somos una sociedad tan podrida como desalmada. En lo que va de 2015 —un mes más una semana— 88 niños han perdido la vida de manera violenta. El año pasado fueron asesinados 1.115. Además se entablaron 6.425 demandas por maltrato infantil.
En este tema tan sensible vamos a remolque del escándalo de turno. Entonces un día informamos que 32 niños murieron calcinados dentro de un autobús y al otro día contamos cómo una madre ahogó a sus pequeños hijos en una alberca. Si no los matan brutalmente no descubrimos que, de todos modos, los están matando. Y no solamente los matan los asesinos: también el Estado, por su incapacidad de garantizarles la vida; también los gobernantes, pues solo se acuerdan de ellos cuando hay tragedias como la de Caquetá.
En nuestro país desnaturalizado los niños se están muriendo desde mucho antes de ser víctimas de calamidades mediáticas: mueren de física desnutrición en vastas zonas de nuestro territorio, mueren en las minas ilegales adonde son llevados a partirse el lomo como si fueran adultos, mueren en la selva luego de ser reclutados por guerrilleros o por paramilitares, mueren destrozados por minas terrestres en los caminos, mueren desharrapados bajo un puente mientras inhalan pegante para olvidar el hambre, mueren en las calles disputándose un retazo de cartón con el cual protegerse del frío.
Incluso mueren sin morir, digo. Mueren cuando se quedan sin estudiar porque no hay ninguna escuela en su vereda, mueren cuando desertan del colegio porque el naufragio de cada día en sus casas les impone obligaciones de adultos, mueren cuando son prostituidos en las zonas cocaleras, mueren cuando son alquilados por sus propios padres a vividores que los utilizan como mendigos en los semáforos.
Mueren, sobre todo, cuando los volvemos invisibles.
Mueren, sobre todo, porque los volvemos invisibles.
Mueren porque les hemos impuesto una disyuntiva perversa: para que su muerte sea noticia debe ser escandalosa, digna de un titular de televisión con fanfarria melodramática.
Lo peor es que el círculo vicioso del horror seguirá su curso: los niños que sobrevivan al maltrato de hoy serán los mismos que conformen la sociedad enferma del mañana, esa que seguramente entonces también maltratará niños.