Estimado Moncho:
DIARIO DE UN ESQUIZOFRÉNICO (CRISTIAN SANZ). Comentario.
Andaba uno por la calle cargado con su repertorio habitual, sus pliegos de ciego, sus partituras para acordeón, guiones de teatro de marionetas de semáforo. Tan tranquilo. Traía uno, también, cargado a la espalda, por si acaso, un fardo con sus remedios homeopáticos, sus cordones para reparar zapatos viejos o suicidarse en una celda de un calabozo del viejo Sur, sus cuatro ideas fijas. Y una cabeza de ajos en el bolsillo. Y una ristra de citas eruditas en la mollera. Todo acaba, nada es inmutable, el agotamiento intelectual es galopante. Por eso salgo poco de casa. Acudir a la presentación, presentación en sociedad, del libro de Cristian Sanz ha sido un mal paso que se perdona a los quince pero se castiga a los sesenta: el castigo ha venido como un chaparrón veraniego: se me acabaron las citas, han sido fagocitadas, utilizadas todas de repente, de golpe y porrazo, en todos los idiomas vivos y moribundos; las citas a ciegas, las citas clásicas, las citas con los muertos. Ya no me queda nada, estoy desolado y decepcionado. ¿Porqué no habré sido yo el primero, o quizá el segundo, en hacer un libro de citas para poder apabullar a cualquiera en una casa de citas, ante unas pupilas remangadas, asombradas, adormecidas por mi erudición?¿adónde habrán ido a parar mis citas de toda la vida, aquellas con las que uno triunfa en un banquete pompeyano? Succionadas, trituradas, escalofriantemente disueltas en ácido. Me quedan las citas en chino como último recurso, pero quién entiende a los chinos.
Después del primer golpe que me ha dejado noqueado, he pensado que el bosque de las citas no me ha dejado ver el árbol del hombre que ha citado con diestra, siniestra, a puerta gayola, en los tercios y en las esquinas, a vuela pluma y “de profundis”: por debajo de la inmensa floresta oigo correr un rio caudaloso.
Me ha gustado este libro. Bueno, la parte de este libro que he leído. En cuanto tomé conciencia del juego que se traía el autor entre manos, decidí dejar de lado las citas y leer exclusivamente la parte sin hueso. ¿Es eso posible, sin deteriorar la lectura?. Lo es y ahí se encuentra la verdadera carne del autor, la chicha, el meollo, la verdad. En este libro que acabo de dejar de mi mano, he leído a un hombre real, verdadero; por encima y por debajo de la erudición, he sentido que nadaba entre las hebras del libro para descubrir al hombre que lo ha escrito. A veces, como perdiguero me paro ante una pieza, veo que la perdiz va dada de ala y me señalo el lugar correspondiente. El tiro de gracia también lo doy yo cuando la cita levanta el vuelo. Me ha parecido un Montaigne con demasiadas prisas, un Celine aun más cabreado que él mismo y un Kavafis pesimista, inmisericorde y más fatalista, que dios me perdone. El autor dice de sí mismo que es un mentiroso, pero quién no lo es. Apocalíptico resignado, docto místico con llagas recientes de cilicios cotidianos.
El efecto doppler, las gráficas de una onda electromagnética en las pantallas del doctor No, el hundimiento de un zapato en el lodo mientras intentamos sacar el otro pie y seguir avanzando. Más que el diario de un esquizofrénico me ha parecido el diario de un cascarrabias con el que estoy de acuerdo las más de las veces. Estar de acuerdo con alguien, que alguien tenga sensaciones parecidas a las tuyas, es un sentimiento dulce que ayuda a pasar el rato. Si no estuviera tan bien escrito, si no fuese el libro de un poeta que se esconde infructuosamente pero que asoma a la superficie, este libro se nos haría insoportable. Pero las verdades a salto de mata -para seguir con el símil venatorio-, de alguien que se confiesa un mentiroso; la sinceridad del tímido oculto tras la máscara; el humor inteligente detenido en el tiempo que a veces deviene en tristeza, o, más que tristeza, en una melancolía añeja, me han ayudado a galopar en este Gran National que es este “Diario de un esquizofrénico” en el que he intentado mantenerme sobre la silla con las riendas en la mano, saltando los obstáculos, los fosos inundados, los setos, las puertas al campo. Este libro tiene relámpagos entusiastas y oscuridades tristes. A lo mejor eso es la esquizofrenia a la que se refiere el autor. La necesaria relectura, citas incluidas, que voy a empezar, seguramente me va a encantar.
Las formas mueren, se hacen anticuadas, caen. Todos, salvo el Anticuario, tienen miedo. El hombre ilustrado se ha convertido en un enigma, bisexuado, neutro, con el instrumental de un crítico literario. Todo deriva en el sargazo del progreso, envuelto y enroscado en vegetación, enredado en las aletas de los peces, biblias y asientos de inodoros, poleas y turbinas, aros y paletas. En la abadía aún están marcando los lugares en los libros de himnos, sin saber que mañana nos habremos olvidado de leer; en los hospitales los fórceps están mordiendo las suturas del niño; en los periódicos dominicales los grandes hombres se hacen retromeantes, orinando hacia atrás en la boca del público y hablando de la formal belleza subsistente en la tradición. En Londres están bailando alrededor de Walpole, los poetas de Faber marcan su horario y salen al milenio con una serie de elegantes bengalas, las lesbianas se onanizan con trozos de grasa de esperma y el ruido de las hachas es ahogado por el nervioso orgasmo de un millón de mujeres novelistas. En Roma el nuncio notifica que podrá utilizarse la puntiaguda fuente (¿) en aquellos casos en que el pene no dé resultado. En Calcuta la inundación trágica vagabundea con migajas en los ojos tocando lo intocable y comiendo lo incomible. En el gueto las calles están llenas de jugo y el pavimento resbaladizo con ojos de pescados. En Lisboa hay mujeres incansables, acostadas, con las piernas aparte, mirando al expreso que se lanza hacia ellas sobre los rieles. En Islandia, Erico el Rojo parte por última vez con su carga de pieles, trigo, piezas de ajedrez, sidra y grasa de foca. Todo está siendo arrastrado por una locura nunca vista. Hasta los mismos herejes se asombran: construyen para sí arcas con la resaca de la imaginación y cuelgan sus entrañas como velas; tratan de escapar, eligiendo lo frugal antes que favorecer el fermento aquí, donde la vida burbujea con la estupidez efervescente y rapsódica de la soda con el sifón, y los continentes caen, trozo a trozo, y el debilitado Jesús, Jesús, resuena por las arquivoltas góticas, el aullido de los Jonases queda afuera.(…) Sólo el mar chupa su tributo de botellas de sidra, colillas, sándwiches, periódicos y excrementos. Y el roncar de los fieles es tan asesino como el metrónomo.
Atentamente,
Lázaro Isadán