Estimado Moncho:
La mezcla de inconsciencia, estupidez congénita y soberbia fachendosa suele traer malas consecuencias. Es mucho más productivo mezclar en la coctelera virtudes que vicios, se lo digo yo. Viajeros que no se pertrechan adecuadamente para afrontar su viaje y se meten en la selva congoleña a visitar parientes lejanos; montañeros sin preparación física suficiente o dotados de material para escalada de mala calidad atacando un Ochomil sin guía; navegantes a vela que no han sufrido una galerna en su vida haciendo la travesía del Mar del Norte sin brújula … suelen producir desenlaces fatales. No es lo mismo viajar en un ascensor hasta el sexto piso para ir a comer con la suegra que largarse en un batiscafo a tres mil metros de profundidad donde la presión del agua es de unos cuatrocientos kilos por centímetro cuadrado. Ser demasiado prudente, tener sentido común y estar preparado para lo imprevisto de la vida es considerado, en estos tiempos de videojuegos arriesgados en la taza del váter, como síntoma de carcunda, aburrimiento y aburguesamiento intolerables. Si a la estupidez unimos la prepotencia amanerada que da el dinero excesivo podemos llegar a poner, tan ricamente, el coche que pagan otros, a doscientos cincuenta kilómetros por hora sin pensar en las malas consecuencias para la salud propia y ajena, porque hicimos balconing tres veces y siempre acertamos con el centro de la piscina. Hasta que a la cuarta dejamos los miolos desparramados al lado del trampolín. La ignorancia es también mala consejera. Un supositorio de metal que ya había viajado un par de veces a los abismos del mar Atlántico no ofrece, a simple vista, una seguridad para el billete de ida y vuelta, sobre todo de vuelta. Un influencista mexicanista viajó, y volvió para contarlo, a las profundidades del Titanic y eso a algunos les da mucha confianza, porque todos los telepredicadores tienen fanáticos de ceja única que les ríen todas las mamarrachadas y si dispones de doscientos cincuenta mil dólares para irte al carajo, pues qué más queremos, sólo se vive una vez. A los que viajan en ascensor y tienen que rescatarlos los bomberos, a los espeleólogos torpes, que también; al gato de la vecina que se subió a una acacia, que ídem; a los domingueros que deciden irse a la nieve en chándal pijama, que vamos a decir de ellos… a todos ellos, después, los bomberos les pasan la factura, y la paga Rita. A los verdaderos héroes no los rescatan los bomberos, si acaso son ellos los rescatadores. Los verdaderos héroes viven y mueren haciendo algo heroico, quién sabe si no es más héroe ese infartado al que le da el infarto comiéndose un plato de espaguetis que estos millonarios que querían ver a la Muerte por el ojo de pez de la ballena de Jonás. Dan pena, pero no demasiada, esos infructuosos turistas de alto riesgo. Irse a Venecia con un millón de chinos es demasiado prosaico, nosotros semos gente hecha dotra pasta. Y sobre todo el que más compasión me merece es ese padre que ha llevado a su hijo de dieciocho años a los brazos del Más Allá abisal por una ocurrencia de rico imbécil, ignorante, prepotente e inconsciente memo. Ahora el Titanic me parece como el hotel de “El Resplandor”, un barco lleno de fantasmas que atraen con sus cantos de sirena ciega a los incautos, para seguir alimentándose de nuevos muertos de terror. La orquesta sigue tocando en el salón dorado mientras esos pobres desgraciados se ahogan sin remisión. Una desgracia previsible, una ocurrencia innecesaria, una estupidez.
Atentamente,
Lázaro Isadán