Estimado Moncho:
“A veces pongo la radio y sale un locutor de un evento deportivo, vociferando atropelladamente quién, cuándo y dónde ha saltado alguien o ha marcado un tanto. Esto es lo que escuchan las masas. Las emisiones deportivas son la arterioesclerosis absoluta de la civilización.” ( Sandor Marai, Diarios, 1984-1989).
En esos momentos de irreparable pérdida de tiempo entre dos actividades inútiles, una que se acaba y otra que no quiere empezarse, enciendo la radio y lo que expele el aparato es un vocerío atropellado que me despierta definitivamente del sueño de vivir. Una de dos, o se trata de una de esas tertulias insulsas en la que los tertulianos intentan colar a codazos sus graciosas reflexiones incomprensibles, para aplauso de necios dotados de decodificador Enigma, o se trata de una retrasmisión deportiva. Escuchar por la radio la retrasmisión de un evento, generalmente fútbol, es un ejercicio de flagelación intelectual a la altura de cualquier místico contrarreformista que aumenta en dos dígitos la cotización en la Bolsa de Valores del Cielo. Si alguien en este país es capaz de soportarlo más allá de dos minutos repletos de 120 segundos y un montón de terceros, es que puede alistarse en la Legión y ser el novio de la cabra, casarse con ella y tener descendencia. O es capaz de sobrevivir en un iglú durante un año con la única compañía de Frank de la jungla y su gorra. Un superviviente nato, vamos. Yo soy un ser débil, intento comprender el absurdo del mundo que me rodea y cuando escucho unos instantes esa retransmisión deportiva me pregunto cuál ha sido la evolución de la especie humana de hueso frontal para adentro. Me da la impresión que alguno de esos vocingleros hacen más ejercicio físico que los gladiadores que se enfrentan en la arena persiguiéndose las pelotas de unos y otros. Delanteros, defensas, medios e interiores parece que estuviesen intentando escapar de un holocausto nuclear si atendemos a las exclamaciones de los locutores locos. El idioma que utilizan estos indudablemente es ninguno de los que reconoce la Constitución española como oficiales y que todos tenemos el derecho de usar y el deber de conocer. No. Es un idioma que nace de las fuentes misteriosas de los decibelios excesivos, cataratas de Tanganika, posee una sintaxis prepaleolítica y la coherencia de la expresión parece basarse fundamentalmente en la expulsión de rugidos guturales destinados a recadar un rebaño de ovejas. Y si las peripecias de los mercenarios en pantaloncito corto y medias de colegio carmelita acaban en gol, el único fin conocido de todo ese bati burro, y que logran a duras penas porque el mundo es redondo y frustrante como el balón, entonces apaga y vámonos. Que es lo que hago, apago y me voy.
Atentamente,
Lázaro Isadán