“España es una monarquía rebosante de hidalguía”, escribía, con ironía y pueda ser que con sarcasmo, Blas de Otero en un poema titulado “Un pañuelo perfumado con dinamita”. La hidalguía, en español, ya no tiene nada que ver con los hidalgos, con los hijos de algo. La hidalguía es un estado personal cercano a la bonhomía, a la ética, a la honorabilidad, al honor, a la nobleza de espíritu. La hidalguía era una condición poco frecuente entre aquellos hidalgos de nuestra picaresca literatura y sus modelos los esparciadores de migas sobre la pechera para simular que habían cenado, propietarios lejanos de casonas rústicas que se caían de viejas, invadidas por los saúcos medicinales. El único Hidalgo puro, con su alma hidalga, fue un hidalgo de ficción, un hidalgo de papel, El Ingenioso Hidalgo D. Quijote de la Mancha, más real que muchos contemporáneos suyos de carne y hueso, que andaban galleando por la Corte sin otro mérito que sus propias miserias. Y en nuestro tiempo veloz y turbulento, tiempo que no va a ningún lugar porque se limita a girar sobre sí mismo, la hidalguía dejó de ser consustancial al Hidalgo Mayor del Reino de España, en los últimos años de su reinado escabroso y funambulero de trapecista follador en el circo de las gallinas rubias, que acabó convirtiéndose en un malandrín, como su abuelo, largándose a un falso exilio merecido, como su abuelo, con la diferencia con su abuelo, de que la prensa y la mayor parte de los españoles le han perdido el poco respeto que le tenían, escuchando sus disculpas de mal pagador con sus discursos mascullados tras la corona postiza de oro, esa pieza dental que será el recuerdo que deje como herencia a este nuestro país de pícaros, advenedizos, aduladores y oportunistas. Solamente los estetas trasnochados, los mamados y los cobistas de recepción oficial defienden la efigie sobre la peana. A los demás su herencia se la trae al pairo y usted que lo vea. Quien le hacía los discursos a este aristócrata Máximo, Procónsul vitalicio llegado de Roma, era un plebeyo que no sabía hablar y así, en aquellos tostones de Segovia con la piel crujiente que nos endilgaba a los sufridos españoles mientras se quemaban los langostinos de rigor antes de la cena de Navidad, le salían a la boca frases huecas, gastadas, decimonónicas o más antiguas aun, frases de reyes godos que rezaban en latín macarrónico, frases hechas, lugares comunes. Incluso sus disculpas de cazador ventajista sonaron a mentiras de niño mimado que escondía a la espalda el jarrón roto con la pelota. Pero era nuestro hombre en Palacio y se le perdonaban ciertos deslices humanos, demasiado humanos. Los Borbones, habitualmente, se han perdido por la boca, la bragueta y la codicia, han sido rijosos desde siempre y aunque eran cabezas, cabecitas locas, coronadas, también ellos coronaban a otros. Eran la secuela, más que de Luis XIV el rey Sol, de Napoleón I el plebeyo perfecto, tomando de las manos del Papa la corona para incrustársela a sí mismo entre cuerno y cuerno de Josefina la Mulata para que el gran David pintase un cuadro francés y relamido. Los cuernos son, entre estos representantes regios, un aditamento directamente inducido de las cacerías a calzón bajado que celebraban por todo lo largo y ancho de los cotos privados y grandes latifundios aristocráticos, aquellos por los que una ardilla podía saltar de rama en rama hasta sobrepasar los Pirineos para no volver jamás a esta tierra de memos; y en esas cacerías de inútiles escopeteros, pagadas por los magnates de la banca y los de la instalación de ascensores berlanguianos, se abatían los venados más conspicuos cuyas cornamentas se amarraban encima de los lechos nupciales y grandes falsas chimeneas nobiliares de Somosierra, para deleite de sucesivas generaciones de tontos con título. Los últimos borbones, desde Fernando VII, fueron como el alacrán que traspasa el rio a lomos de esa rana verde y fea que son los españoles, y siempre, con la orilla a punto de ser alcanzada, toman su gorra de plato en una mano, su sable en otro y clavan el aguijón sobre la espalda ya bastante dolorida del pueblo que los ha idolatrado y soportado. Este es un país que no ha salido aun del feudalismo de los señores feudales que se votan entre ellos para escoger a aquél más majadero para que practique con legitimidad constitucional el derecho de pernada; perpetuados, hasta la extenuación de los que los sufren, en los partidos políticos con derecho de abrevadero en los mil parlamentos y organismos patrios y traspatrios. Si alguien aun no ha sido sodomizado por las oligarquías económicas que no se preocupe, lo será pronto, o por Hacienda, o por la Justicia de los jueces infames, o por la Iglesia oficialista y nacionalista de Dios, o por los sindicatos del lujo o por los alcaldes y concejales que ha mal comprado con su voto. Los alacranes jamás perecen, como mucho pasan sus exilio en doradas playas de oro, como los piratas de Borges, pero sin resquicio de dignidad ni valentía, amenazando con volver a invadirnos por la retaguardia. Si los españoles supervivientes de la masacre de 1936 hubiesen tenido posibles y se hubiesen marchado todos al exilio, dejando a cargo de los perros pastores la encomienda de guardar las propiedades privadas, con las llaves de la casa de Toledo colgadas de las carrancas, y cuando no hubiese nadie que retirase las bacinillas de las abuelas con camisón de encajes, limpiase el culo de los mocosos uniformados de primera comunión, encendiese el brasero que calentase las pantuflas con borlas de Toisón de oro y medalla de mérito al trabajo, ahumase las vulvas de las prostitutas de palacio, o que matase la gallina para que los caraduras se comiesen los huevos de oro, los únicos españoles que se hubiesen quedado, es decir, los militares vencedores, los falangistas aduladores y badulaques, los curas masturbadores bendiciendo fálicos cañones, tendrían que ponerse manos a la obra para hacer funcionar un país que ellos mismos habían destruido hasta los puros huesos. Durarían poco y pronto vagarían borrachos por las esquinas de los pueblos, cuarteles, sacristías y burdeles, porque son la clase inútil, más que ociosa. Clases inútiles e innecesarias: aquellas que aunque desaparezcan nadie se va a morir de hambre ni de frío. No saben ni darle la vuelta a un calcetín si no hay alguien que se lo explique….y por encima de estas clases un hijodalgo del tamaño de un menhir rubio de la Nacional 525, un elemento sin hidalguía, que colocaron sin pudor a ver si su altura de miras nos hacia caer de la burra y ver el futuro radiante, el palo y la zanahoria, y al que aun hay que dar de comer en la trona a sus ochenta años de ignominia. Ya ni siquiera sale en la cara dura de las monedas, sólo nos queda su cruz para perder a las chapas en los días de hastío vital. Se erigió como defensa de estas élites con la disculpa de una Ley de Sucesiones que los tahúres del Pardo se sacaron de la manga tras una tarde de póker, mucho coñac Osborne y muñecas hinchables de la Sección Femenina. Y ahí seguimos.