Aznar tiene cara de cemento modelada con el martillo pilón. Así ponga o quite el bigote, siempre sale a la superficie el exceso de arena que contiene ese cemento armado y que, más pronto que tarde, dará lugar a un serio problema de aluminosis. “El Estado tiene razones que la Razón no entiende ”, es una frase que lleva grabada en una chapita de oro de dos mil quilates que le cuelga a veces del pescuezo cuando, frente al espejo mágico del Callejón del Gato Pérez, canta rumba catalana en la intimidad. Los espejos deformantes, cóncavos o convexos, cuando ya no pueden deformar nada, devuelven una imagen idealizada, y lo que no era bueno hace unos años ahora es maravillosamente funesto y, lo que era grotesco antes, ahora es arte clásico griego. Cuando Aznar habla castellano con acento de Arizona y camina como Pepe Isbert, con dos pistolones a la cadera, está poniendo en práctica los consejos que le dio su confesor en los cursillos prematrimoniales: “la seguridad en uno mismo es el mejor método anticonceptivo, hijo mío, ten seguridad en ti mismo y todo marchará hacia atrás como la seda”. Seguridad en la propia imagen, en la tableta de chocolate 70% cacao, en la sonrisa de Clark Gable en Mogambo, que tumba a Ava Gadner. No hay nada que se le resista. Seguridad en uno mismo, ese es su secreto y por eso, desde el púlpito, predica el Apocalipsis, las llamas del Infierno, la eterna condenación para todos aquellos que no piensen como él cuando él pensaba como Aznar, que no se sabe bien cuándo fue, quizá en tiempos de su abuelo, el Persistente. En aquel momento feliz en el que casó a su hija en el marco incomparable, pavoroso incendio y pertinaz sequía del Escorial, este hombre, imbuido de fervor imperial, bajó a las catacumbas del monasterio del brazo del otro “Bigotes” y, después de visitar con delectación las tumbas de tantos reyes e infantes, se vio a sí mismo como el niño en el bautizo y el muerto en el entierro, y pensó que algún día también él tendría su nicho en el Panteón Real de las Españas del Monasterio de El Escorial, este lugar en donde se vertieron tantas escorias que ya no importaría otra más. Sí, pero hasta ese momento sublime aun quedan muchos desodorantes químicos de la eterna juventud por descubrir en Babilonia, el asunto va para largo.