Zapatero es un hombre que da toda la impresión de que se acaba de levantar, de que lo han despertado con un susto y aun no ha tenido tiempo de hacerse con la realidad y el entorno. Es un hombre que más bien quisiera seguir durmiendo pero que hay algo, o alguien, que no lo deja, su mujer, su partido, su ángel de la guarda, su ambición sonámbula. Zapatero no miente nunca, lo que pasa es que no tiene ni idea de cuál pueda ser la verdad, por eso en el examen de entrada al Cielo de los políticos sacará diez en buena conducta y un cero en conocimientos, entrará al Paraíso como un foguete.
Zapatero se mete en los charcos con las katiuskas de colores que le han traído los Reyes y allí se queda, mirando fijamente los reflejos del agua embarrada que le hacen fruncir los ojos y parece que está pensando. Por lo que se ve, si él pudiera, jamás le quitaría la razón a nadie, es decir se la daría a todo el mundo al mismo tiempo, porque no hay nada que le moleste más a este hombre que llevarle la contraria a su interlocutor.
Anda de un lado al otro del mundo conocido sacándole partido a su antiguo cargo de presidente vicente y, si se lo pidiesen, sería capaz de asesorar a los buscadores de oro de Alaska en su pleito con los tramperos comanches. Diálogo, talante, idealismo, romanticismo, … y buena caligrafía: eso es todo lo que se necesita para que el mundo ruede por una senda de amor y paz cumbayá.
Si a Zapatero no le hubiesen puesto la inyección de ambición que le pusieron de niño, a estas horas estaría trabajando de abogado de las causas perdidas en un recóndito despacho de unas galerías comerciales de Valladolid, en el que no habría secretaria pero un ramo de flores frescas adornaría siempre la mesa del despacho, desnuda, por lo demás, de cualquier atisbo de papel impreso. Además de eso, y para completar sus emolumentos y mantener a la familia, gestionaría, con dedicación plenipotenciaria, una pequeña plantación de guisantes.