Estimado Moncho:
Yo no sé si Ayuso ha hecho mucho o poco por los madrileños concretos de carne y humo, supongo que, como todos los jefes, habrá hecho más por unos que por otros, pero no es de esos posibles casos de filantropía de lo que quería hablarle, sino de esa foto en la que la jefa de Madrid está consolando a un maniquí en la habitación de un hospital. Y digo consolando porque la presidenta tiene un gesto como de querer arropar al enfermo imaginario subiendo el embozo de la sábana para que no coja frío porque la calefacción del hospital en cuestión aun no funciona adecuadamente ya que se trata de un hospital otoñal. Supongo también que está intentando subir el embozo en lugar de bajarlo porque esto último sólo se podía esperar de alguien que conociese los arcanos de la medicina, es decir, un doctor intentando ver, más allá de la inmovilidad del maniquí, el funcionamiento de los órganos internos de silicona sin usar ecografía, porque que yo sepa aun nadie le ha escrito el doctorado a Ayuso. No se trataría, de ninguna manera, del gesto de la niña que juega a los médicos y quiere ver si es muñeca o tiene pilila. Y aunque no sé si Ayuso se ha portado bien con el madrileño que viste y calza, o que viste y no calza o que ni viste ni calza, lo que sí puedo decir es que esta señora presidenta se ha portado de fábula con el muñecote desnudo, repitiendo la costumbre española más española de las costumbres, más tradicional que la eñe con forma de los cuernos de la luna albina que se asoma a tu ventana, amor mío: la costumbre católica de la adoración nocturna y diurna a la imagen; tradición tartésica, turdetana, íbera, romana, y monarquicorepublicana, que tiene su máxima expresión en la imaginería popular de Gregorio Fernández, de Salcillo, de Dalí, y en las ruedas de prensa de Pedro Sánchez. Es una tradición que ha ido engordando con aportaciones extrañas y propias: la adoración a la propia raza rubia gallega, catalanofrisona, vascoretinta y charolesoextremeña, al dinero chino y a la gomina pal pelo y al traje de Milano. Algún ministro de la misma catequesis que Ayuso ha llevado esta adoración de la imágen, incluso de la propia, a sus más altas cumbres estéticas, más allá de la Victoria de Samotracia, la Dama de Elche y del Bacalao al Pilpil: la condecoración por méritos de guerra a alguna imagen de la Virgen defensora de la rancia tradición española en la guerra de trincheras contra la iconoclastia y el ateísmo concupiscente. Este ministro no sé en qué parte de la estatua habrá colgado la medalla al mérito pero lo que me imagino es que el cachivache en cuestión, como todas esas condecoraciones recibidas por dilectos defensores de la Patria, le habrá supuesto un buen pellizco a su propietaria, la Iglesia de las inmatriculaciones espurias a mil por hora, que no las pesca ni el radar de la Guardia Civil. En mis años locos conocí a una viuda de un mutilado de la guerra civil que, cuando iba a cobrar la viudez, decía que también cobraba lo que ella llamaba la “medalla”. Y tampoco me puedo imaginar en qué parte del maniquí ha puesto Ayuso la vacuna antihumedad.
En fin, que como de tradición patriótica se trata, aun no entiendo a qué vienen esas críticas a lo que es conducta ordinaria y generalizada entre los políticos, la de considerar que los ciudadanos a los que más hay que idolatrar por parte de los servidores públicos son aquellos que no dicen nada, no se quejan, no sudan, no se mueren y tanto sirven para una cama de hospital como para un escaparate de Massimo Putti, y que se pueden comprar en cualquier sex shop de guardia, en la misma estantería que las bolas chinas, los preservativos con esvástica y puas y los consoladores para ciudadanas y ciudadanos fiscalmente insatisfechos.
Atentamente,
Lázaro Isadán