Estimado Moncho:
Don Vicente Risco se lamentaba de que en Madrid los bancos desplazaban a los viejos cafés con terraza. Don Vicente amaba las terrazas de Orense y estaba de acuerdo con Augusto Assía en que cierta calle era la más hermosa de la ciudad porque en sus terrazas de café se sentaban la más bellas mujeres. Las terrazas fueron desde comienzos del xx, y aún antes, un signo de distinción en cualquier ciudad que creía en sí misma, que miraba y se dejaba mirar, que observaba a velocidad cero, el paso veloz de las horas. Las mujeres y los hombres tejen y destejen conversaciones, como Penélopes y Telémacos, que van dibujando falsas vidas propias y ajenas en un tapiz que se diluye en el tiempo que pasa. Las terrazas eran ejemplos de civilización, de humanidad cultivada, de saber hacer algo mirando a las nubes, como quién no mira nada.
Cuando paseo, embozado, por esta ciudad, y veo las terrazas que invaden las calles, con perros atados a las sillas, y gentes que mascullan una oración a un teléfono móvil, no tengo la sensación de que estas terrazas sean hoy muestra alguna de civismo. Se inclina la testuz, se habla con un cacharro en un locutorio de nativos emplumados, embobados por lo mágico, disfrazados de alta tecnología inútil. No se habla más que a través de esos médiums que caben en un bolsillo, como las monedas sobrantes de una noche de copas, y nos cuentan los últimos chistes de moda viral, para engrosar el repertorio y darle la vara al cuñado listillo. Si antaño los bancos desplazaban a los cafés, hoy más bien parece que las terrazas desplazan a los bancos, a las droguerías, a las ferreterías, a las verdulerías… y a los pobres peatones, que deben sortear mesas y sillas para no perderse en el bosque que no deja ver los árboles. Hay que talar árboles para que se pueda poner una sombrilla y, al lado de la sombrilla, cuatro sillas y una mesa, ya que en estos tiempos que corren siempre es mejor la sombra artificial de una sombrilla que la fresca sombra de un árbol, que no llega a la categoría jurídica de semoviente y se queda parado a recibir los golpes, sin nadie que lo defienda. Ya andan los genios intentando crear una aplicación de móvil que dé negra sombra. La desmesura es síntoma de decadencia. Crecen las terrazas mientras los banqueros esperan sentados, sudando otro rescate que los engorde más, como a un globo aerostático ya muy próximo a estallar de avaricia; la pareja de la policía municipal pasea entre las mesas, él soñando con un maleante al que ponerle la zancadilla y quedar como el Guerrero del Antifaz, y ella soñando con el guerrero del antifaz que conoció en el gimnasio, pero nada hacen contra la desvergüenza ; pasa el alcalde corriendo hacia atrás; un tatuaje de serpiente alada se enreda entre las patas de una silla, muerde al buen gusto; y la camarera sudamericana sufre de vértigo porque, desde la pandemia, tiene que hacer el trabajo de cuatro sudamericanos; un niño malcriado aplasta un helado contra el suelo, una paloma/rata come unas patatas fritas que caen a los pies de los caballos, y el guirigay es tan frenético que uno tiene ganas de llegar a casa para esconderse un poco, y sentarse en el sillón, de espaldas a la realidad. Pero claro, abrir trochas en la selva es difícil y tal vez hasta dentro de una semana no puedan hacerse los recados que se ha salido a cumplir por la mañana temprano, y es que no hay nadie en su trabajo, está todo el mundo hablando al éter en una terraza de Orión, que era una marca de coche, o frente al mar artábrico.
A ver si llega uno para la hora de la siesta. Qué calor.
Atentamente,
Lázaro Isadán