Estimado Moncho:
Como usted bien sabe, yo soy un perfecto imbécil. Hace ya tiempo que descubrí esta facultad en mí, lo que me ha permitido llegar a ser un experto en detección de otros imbéciles. Es muy difícil que se me escape alguno, y puedo decir, sin falsa modestia, que soy un verdadero entendido en imbecilidad propia y ajena. Ser un imbécil redomado es algo muy común, aunque la gente crea lo contrario. La mayor parte de la gente piensa que por ahí puede haber imbéciles, pero que ellos no lo son: es esa imbecilidad sorda que acompaña a muchas personas durante toda la vida, desde la más tierna infancia, y que no la abandona nunca, hasta más allá de la muerte. Pero nadie pone en su epitafio “Fui un imbécil”: suelen coincidir imbecilidad y presunción. En mi pueblo, por ejemplo, hay un perfecto imbécil al que solo yo parece haber detectado. Todo el mundo con el que hablo sostiene que, además de muy inteligente y buena persona, tiene un afán filantrópico que lo hace adorable, como un peluche de terciopelo. Sus manías son tachadas de eso, de manías y hasta resultan simpáticas. Hace marquetería y sudokus. Alguien me podía decir que hacer marquetería y sudokus son actividades que alejan a cualquiera de la imbecilidad, pero no es así. Incluso yo, el tipo más imbécil del mundo, sería capaz de intentar un sudoku, incluso un crucigrama gigante, pero no me negará que un sudoku a medio acabar, o un encadenado con unos huecos en blanco tan grandes como dentadura de viejo son una verdadera imbecilidad, una imbecilidad mayestática. Pues bien, el sujeto éste, no hace sus sudokus en la intimidad del hogar, en el váter, pongo por caso. No, los hace en la mesa del café bar, con parsimonia, con fruición de perro filósofo. Su concentración es tal que tan solo le falta babear, y a veces creo que babea. El mundo exterior, yo y los otros imbéciles, desaparecemos de su percepción ontológica, y solo los números del juego de cálculo parecen existir, girando como planetas en una constelación lejana. No chupa el bolígrafo pero no por falta de ganas. Lo dicho: un perfecto imbécil. Pero a mí no me engaña.
Ser un experto imbeciliólogo tiene muchas ventajas para encarar la vida diaria. Si acudo a un organismo público a resolver una de esas múltiples tareas con las que dios nos castiga, puede ocurrir que me dé de bruces con un funcionario imbécil, al que descubro a los pocos segundos. Con una habilidad entrenada a lo largo de los años cambio de funcionario, con un pase de prestidigitador. Si el imbécil es la pescadera, me voy a otro lugar a comprar pescado, y así sucesivamente. Con lo que ya no hay nada que hacer es con los políticos profesionales. Ahí estamos todos de acuerdo. Como soy un imbécil de Primera División me he equivocado siempre que he votado. He depositado mi confianza, en múltiples ocasiones, en gentes que a simple vista eran unos perfectos cretinos. Y qué voy a decir de lo que votan los demás: no cabe duda. Lo nefasto de mi caso es que ha sido peor cuando aquellos imbéciles a los que voté alcanzaron el poder. Por ejemplo, al último imbécil que voté para alcalde de Lababia, resulta que es ahora el alcalde de Lababia. ¿Pero, me dirá usted, no habíamos quedado en que vuecencia husmeaba mejor que nadie a los imbéciles? ¿Cómo es que lo votó, conociendo el percal? Bueno, en mi descargo diré que, sabiendo que era un buen imbécil, nunca creí que fuese tan imbécil, y como decían algunos por ahí, sabemos que es un imbécil pero es NUESTRO imbécil. Y además, cualquier imbécil puede equivocarse de vez en cuando. Usted sabrá comprenderme.
Atentamente,
Lázaro Isadán