Estimado Moncho:
Suponga usted por un momento, amigo Moncho, qué pasaría en este nuestro país si la maligna y perniciosa pandemia, en lugar de cebarse sobre todo en los ancianos que sobreviven en sus residencias y solitarios hogares, se hubiese cebado en otros seres indefensos que pueblan a millares nuestras ciudades, nuestras casas, nuestros pisos y apartamentos, las aceras de nuestras calles: nuestros amigos los perros mascota. Así como hemos visto canciones patrióticas cantadas desde trincheras con vistas aéreas al balcón de la rubia, caras al sol y milicianos en calzoncillos en re menor sostenido, producto todo ello de un sincero amor por el prójimo lejano y un sincero reconocimiento a la lucha de las clases proletarias hospitalarias, se me ocurre que la preocupación musical se hubiese venido un poco abajo y se comenzase, en su lugar, una general protesta, con manifestaciones multitudinarias para reivindicar más protección, más material sanitario, más mascarillas para hocicos húmedos en las clínicas veterinarias. Habría algaradas callejeras cuando el gobierno, en un rapto de valentía inusual en él, hubiese recomendado sacrificar a las mascotas enfermas para que la endemia se quedara en agua de borrajas. El subsiguiente sondeo demoscópico tras el decretazo del consejo de ministros vendría a decir que los partidos en el gobierno habían perdido toda la credibilidad y bajado en las encuestas a niveles solo recordados tras la crisis de la selección española de futbol con Rubén Cano de delantero centro: apoteósico descenso en la intención de voto, y caída en picado de la valoración de los líderes políticos. La epidemia se cebaría en primer lugar sobre los pobres animales que malviven en las perreras municipales, pero de esos dignos y preciosos bichos nadie se iba a preocupar porque ya están condenados. Lo malo vendría cuando infectase a nuestras mascotas, esas monadas que nos achuchan la boca con claras muestras de amor con lengua, que nos traen las zapatillas localizándolas por el olfato y que ladran como descosidas cada vez que alguien comete la imprudencia de coger el ascensor, defendiendo así nuestras casas y nuestros bienes y a nuestros hijos con un arrojo digno de Rin Tin Tin: a esos ni tocarlos, en el buen sentido de la palabra, porque muerden.
A veces, querido Moncho, deliro con la fiebre, y se me ocurre cada cosa… Usted sabrá disculparme.
Hasta la próxima.
Lázaro Isadán