Estimado Moncho:
Siempre tuve la teoría de que cuanto más ruido producía un individuo más torpe era, hasta llegar a la imbecilidad total en casos de fanfarrias desmesuradas. Mientras nadie me traiga pruebas en contra seguiré en mis trece: yo soy un hombre empírico. Cuanto más se grita menos razón se tiene y, de estar alelado y callado hasta los últimos grados de estulticia, se puede ir aumentando el volumen paulatinamente. Los monos son animales muy parecidos a algunos de nosotros, y los monos producen una serie de ruidos cuando están nerviosos o excitados que no son sorprendentes en ellos pero lo serían en los hombres. Un mono con un palo y un tambor acaba por aburrirse, al final queda quieto, con una mirada de compasión que para sí quisiéramos algunos. Un humano partiendo del más leve sonido del plumón del ave cayendo al suelo puede llegar a la más alta estupidez. El colmo de la imbecilidad es la guerra, que arma un estruendo tan grande que no se entera uno de nada. Paradójico de la guerra es que los malvados que la provocan suelen estar sordos, y eso los protege de la idiocia; de tontos nada. Ellos están sordos y los muertos que provocan también, ya no volverán a escuchar soflamas patrióticas, en eso nos llevan ventaja, en la carrera hacia el olvido de nuestras fronteras nacionales. Imbéciles y sordos son aquellos que, a bombo y platillo, justifican los argumentos de los provocadores de desastres. En nuestro país tenemos ejemplos con bigote y pies sobre la mesa, y no voy a insistir sobre eso. El Otro Lado de la Muerte es la Patria, la Nación Sin Estado más Grande y Libre, en donde estaremos todos, tarde o temprano, muy calladitos, espero. Mi Infierno particular se encuentra entre gritos de patriotas. Dios sabrá bien como castigarme.
Respecto a los otros grados, más o menos inocuos de ruidos producidos por tontos, los hay de tantas categorías que haría falta una enciclopedia para describirlos a todos: desde el que truca el tubo de escape de la moto y cabalga orgulloso con su rabiza amarrada a sus ijares, hasta el que da un portazo a la puerta de su propia casa para avisar al amante de su esposa que se esconda en el armario, hay ejemplos suficientes para dar y tomar. Cada cuál tiene a sus ruidosos de familia, como los ricos tienen a sus mendigos de mano. Desde los abucheadores del Congreso de los diputados hasta los pateadores sesteadores del Senado, pasando por los lanzadores de petardos en reuniones que no van con ellos, hay todo un género humanoide de ruideros, de eslabones desprendidos de la gran cadena de la Evolución. El hombre civilizado intentó transformar el ruido en música pero hoy en día hasta ese intento parece haber encontrado zancadillas en forma de melopeas que nos golpean los tímpanos al son de frases ininteligibles y chillidos metálicos.
Yo sostengo económicamente a mis tontos preferidos, por los que siempre rezo al acostarme. Algunos me acompañan desde niño y otros los he ido conquistando con mi experiencia. Hay bares a los que no he vuelto, discotecas de las que fui huyendo en mi retiro obligatorio, mítines de aplaudidores de los que fui expulsado, campos de fútbol con forofos, milikis y milikitos, pasillos para toreros bomberos, aglomeraciones festivas de disfraces para oficinistas artistas, batucadas de John deer y sus esposas, circuitos de Fórmula uno y dos y cuarenta y cuatro, los ralis megachachi culturales por las carreteras de todos, reuniones de la comunidad de vecinos y vecinas y sus trompas barritadoras, los arrastradores de muebles así sean las tres de la madrugada, las tragedias griegas con bombos de Calanda sin sus melocotones, las fallas del Mar Muerto, los botellones para adolescentes rijosos, telecinco y teleseis. En esta vida todo es un continua renuncia a cosas buenas que ya no tolera el estómago de Eustaquio, delicado por la edad y las malas horas vividas.
He leído en algún sitio que Kant en sus divagaciones estaba molesto por el ruido que producían los presos de una cárcel vecina. Logró, no que bajasen el volumen del barullo, sino que les tapiasen las ventanas de las celdas que daban a su casa. ¿Quién, estando en sus cabales puede fabricar el imperativo categórico? Kant, al parecer, no era tonto ni estaba sordo.
Lázaro Isadán