Estimado Moncho:
Vengo sosteniendo la teoría, demostrada por empíricas observaciones, de que la producción de ruido inútil es inversamente proporcional a la inteligencia de su ejecutante. En la cúspide de esa pirámide invertida hay sitio pa mucha gente, que además de atronar a su prójimo, entre ellos se dan empellones, cabezazos, y a veces abrazos de confraternización etílica. Uno de los habitantes de ese Infierno, muy orgulloso de su imbecilidad, es el conductor de coche que, con la música a toda pastilla, las ventanillas bajadas hasta los tobillos y acelerando de cero a cien entre semáforo y semáforo, va atronando a Nosotros Peatones mirones atónitos, compartiendo con su entregado público un ruido ensordecedor, que en el top manta le vendieron como música. Este individuo es tan civilizado que quiere que sus conciudadanos disfruten con él de esa mierda que va irrigando por la calle, como un tractor de purín acústico. Si el coche exhalante de basura además es amarillo entonces el grado de cretinismo del sujeto en cuestión no tiene parangón en ningún tratado de frenología psiquiátrica forense. Suelen ser gente circunspecta y autohipnótica que se mide el tamaño del cerebro con una gorra milimetrada que coloca al revés para que la bombilla del techo no coloree de rojo su coronilla rapada al rap. Su máxima ilusión, y para eso estudia, es ser contratado en una macrodiscoteca de Ibiza para girar y girar toda la noche en una cabina blindada a prueba de balas. Allí se encontraría a salvo de disparos arcangélicos de venganza, mientras el ritmo de la cocaína y las pastillas va subiendo desde las gónadas hasta la cabeza en una serie de convulsiones que otros denominan baile.
De este angelito hacia abajo hay grados de especialización ruidosa que abarcan desde el que no puede dejar de hablar a gritos así sea al cuello de su camisa, hasta ese otro que en el vagón del tren nos ameniza el viaje en una conversación por teléfono móvil, que por su volumen podía dar la vuelta al mundo y regresar intacta; o ese otro memo que en el semáforo usa el claxon porque el que lo precede se ha despistado en una milmillonésima fracción de segundo. Están también los que en el bar de maravillosa acústica cuentan sus batallitas a lo abuelo Cebolleta para que los que no los conocemos de nada nos deleitemos con la capitulación de ejército austrohúngaro. Estos últimos que me infartan de vez en cuando suelen ser futbolistas semiprofesionales o pseudoamateurs que vienen de bailar claqué en un campo de fútbol de hierba artificial, que no han podido comerse.
La evolución a mejor de la humanidad a veces es difícil de creer. Químicamente los productores de ruido gratuito y molesto han incluido ya su especialización en los propios genes y pretenden que sus descendientes hereden sus habilidades y por eso procrean, cuando en realidad se les debería tener prohibido tal facultad, en aras a preservar una raza de personas… humanas. Sus hijos, en el restaurante, juegan entre las mesas, volcando sillas, atropellando ancianos, tirando lo que encuentran por delante, chillando como gaviotas en el basurero, mientras sus padres los miran orgullosa y cándidamente a la vez que engullen el pan del cesto que el camarero les ha puesto inocentemente en la mesa.
El bebé, ese estadio inferior de la evolución humana, llora y berrea para llamar la atención y que le den de comer, le limpien, o le devuelvan el chupete, pero no entiendo a los productores gratuitos de ruido. No soy capaz de descifrar cuál sea su pretensión. Suelen ser gente sobrealimentada, y la mayoría parece saber limpiarse el culo sin ayuda de nadie.
Atentamente,
Lázaro Isadán