En mi lejano pueblo siempre se turnan dos o tres personas que atraen los rayos. En los días de tormenta, mientras los demás vemos caer la lluvia y los relámpagos, y oímos los truenos, apoyando la nariz en el cristal de la ventana pensando en el Judío Errante, ellos, desgraciados, tienen que refugiarse entre las mantas de la cama y ni aun ahí están seguros. Las tormentas en la montaña son preámbulos del fin del mundo. Ni siquiera el camión de la basura a las cinco de la madrugada, aquí en Lababia, hace tanto ruido. Y los alustros son como las lenguas rojas de los dragones chinos importados por la modernidad. Dios queda más arriba, pero a veces parece que se aviene a echar un vistazo. Si la tormenta sorprende a alguno de los escogidos en plena naturaleza , o sea, en el campo, ya se pueden dar por muertos. Ni siquiera el truco de poner una patata en la contera del paraguas los libra de su horrible final. Quedan como las cenizas de un puro, que se van yendo arrastradas por las aguas de escorrentía del chaparrón. Desaparecen. No se les puede ni hacer funeral de cuerpo presente. Un pequeño alivio es que este defecto no es hereditario. Una vez que Zeus te ha raptado para su harén bisexual ya puedes morir tranquilo, que a tus hijos no les tocará ni un pelo. Triste consuelo para los herederos que no tienen adonde llevar unas flores.
Todo esto viene a cuento de que usted y yo, estimado Moncho, no atraemos el rayo pero atraemos al absurdo. Por lo que le he oído contar, a usted le pasan unas cosas que deberían estar narradas en la antología completa de los sucesos del caos. Pero eso es normal, ya que usted es un zascandil que anda todo el día de allá para acá, a veces está en dos sitios al mismo tiempo, como el alguacil de mi pueblo, y su frenética actividad incita al Azar a cebarse con usted. Pero mi caso es distinto. Yo solo salgo de casa para asuntos de intendencia inexcusable. Todo el día permanezco oculto al mundanal batiburrillo, y no estoy expuesto a esa contaminación más que unos momentos cada día. Pues bien, aun así vuelvo a casa contaminado hasta la médula por la radiactividad del absurdo intrascendente. Es como si estuviese vigilado por un satélite artificial, y los que lo manejan dicen ahí os va, no lo dejéis escapar. En el breve trayecto hasta la tienda de comestibles me piden dinero seis personas, una de ellas dice que me lo devolverá su madre, al parecer parienta mía; una señora en la frutería intenta colarse, se lo permito cortésmente, y después me la encuentro charlando apacible con la vecina del quinto; me intentan atropellar en los dos únicos pasos de peatón que cruzo; un niño me saca la lengua desde al autobús, con muy mala idea; el testigo de jehová del barrio quiere volver a entregarme el mismo folleto de ayer con la fecha del fin del mundo de mañana; me sacuden una alfombra sobre la cabeza; la empleada de Correos me pregunta si voy a estar en casa, me entregan un paquete que no es para mí; y por fin la vecina del cuarto me da con el bolso en la cabeza porque, conversación de ascensor, le había dicho que hoy no llovería, no ha vuelto por el paraguas y le he chafado la permanente.
A veces, se lo digo de corazón, paciente Moncho, preferiría ser un elegido que atrae los rayos y las centellas, para poder salir de casa tranquilo alguna tarde.