Este verano saltó a la palestra o, mejor diríamos, cayó de ella hasta pegarse la gran galleta de su vida con cierre de actividad, el Café Comercial de Madrid. La autopsia no fue revelada pero tras lo que sé de su tan larga andadura intuyo la causa como suicidio. No tenía demasiada buena cara la última vez que estuve allí, por la posibilidad casi absoluta de poder elegir mesa para sentarme a tomar el café. Claros síntomas de necesidad de mayor estima clientelar, o andamos parvos o somos cínicos con los afectos y los mimos, pero la cosa es que de los tan ilustres personajes del pasado que impregnaron el aura de este espacio con arte, escritura y pensamiento, no quedaba ya sino cierta vanidad de algunos por pisar el mismo suelo de aquellos, quedaban también algunos resistentes románticos y los siempre entrañables despistados, porque lo que era ese afecto renovado a diario, café a café, refresco a refresco, o chocolate con o sin churros, eso ya es harina de otro costal para la morgue. Pasa lo que con la crisis inmigratoria, que solo después de visto el huracán de tragedia reaccionamos al sentimiento con el razonamiento, ahora todo son lamentos y quejas con argumentos de todo tipo, como en el caso del Café El Comercial se pueden leer en los posit de distintos colores pegados en las ventanas del local por personas que seguramente no fueron en los últimos cinco años a sentar su culo dentro ni un día; posit cuales twits o Facebook occidentales de hoy derramando lágrimas de empatía por el dolor colectivo de pueblos en guerra, o fatal miseria, cuales fotos Instagram de incendios que asolan nuestra tierra. Sólo cuando palpamos la cruda realidad, a veces consecuencia de nuestra inacción, nos quejamos amargamente de lo que ya no es, o lo que está aconteciendo, si bien es verdad que la queja dura lo que dura un posit, twit o fotografía en este mundo cambiante vertiginosamente, con ayuda de medidas profilácticas de altura intelectual cual ‘entroidos de verano’.
Leí recientemente un artículo sobre El Comercial de una escritora que lloraba de pena y pedía alguna explicación a no sé quién, ¡nosotros culpables, siempre fuera!, al tiempo que reconocía que llevaba casi más de un año sin tomarse allí un café. Otra escritora comentaba la posibilidad de que por mor de lugar histórico de interés el Ayuntamiento de Madrid convidara a cada madrileño a un café al año en el local, a fin de hacerlo rentable, ¡con el dinero de todos, lo que sea! aunque la misma ‘ocurrente’ no decía nada de asistir allí habitualmente a ninguna tertulia. Así que siempre igual, queremos lo que nos falta y mientras lo tenemos ¡que le den y lo sostenga el aire! Verdaderamente es una pena que vayan desapareciendo estos últimos locales supervivientes de la era tipográfica, o de la oralidad con presencia física, donde las discusiones y peleas sean tan vivas por las ideas como productivas para el trabajo posterior intelectual. Una pena enorgullecernos de su existencia al tiempo que lo convertimos en Anticomercial hasta la eutanasia. No hay quien nos entienda. Reflexionemos un poco sobre la necesidad de estos cafés, trayendo estas palabras que Manet escribió refiriéndose a otro mítico café, el Guerbois, de París: “Nada pudo haber sido más estimulante que los debates regulares que acostumbrábamos a tener allí, con sus constantes divergencias de opinión. Mantenían aguzado nuestro ingenio, y nos proporcionaban una reserva de entusiasmo que nos duraba semanas y nos sostenía hasta que se concretaba en la realización de una idea. De esas discusiones emergíamos con una decisión fortalecida y con nuestros pensamientos más claros y mejor definidos”. Pues bien, desde los Maupassant, Mallarmé, Zola, Degás y otros del Guerbois, con los Cela, Blas, Machado, Pérez Reverte de El Comercial, o los tertulianos del Cercano Orense (gracias Monxardín) presididos por Risco en el Café Gijón de los Umbral u Oroza, hasta todos los cafés del mundo que han sido fábricas de pensamiento y arte para el mundo, ‘morituri te salutant’.