Había una vez una casa hermosa, llena de vida y poesía, arte y alegría, a la que una Ley le dictó en aciago día sentencia de muerte por no sé muy bien qué cuestión de derechos. Al parecer, cuestión de metros de distancia con otra casa de vecino beligerante y aparentemente nada amigo, cuestión de normas y planes de urbanismo que en su baile continuo de aprobaciones varias, correspondientes recursos amén de anulaciones y demás procesos, enloquecen a cualquier ciudadano ignorante en negocios de suelos y/o bajezas, por otro lado tan dudosos de honorabilidad. No es una casa de especulación, con pisos y pisos para vender sin licencia o fuera de ordenación, cuyo fin sea forrar bolsillos de ¡vaya tela!, sino un hogar hecho casi con las manos, de flor en flor, cubierto de hojas integradoras en el paisaje, bisnietas de unas plantas Evas primeras que nacieron hace ya veinticuatro años. Porque veinticuatro años han pasado desde que dieron sus primeros pasos en la vivienda sus dueños y moradores. En un terreno familiar heredado lo levantaron; por cierto, con gran sensibilidad del amigo arquitecto Fernando Blanco que proyectó un hermoso edificio donde no falta tampoco el arte de otro amigo escultor y añorado vecino ourensano que fue Luis Borrajo. Arte, vegetación, arquitectura, fauna, sentimiento, poesía, están a punto de sufrir la muerte a paladas de excavadoras y martillos de demolición, como si se tratara de una guerra a la belleza por parte una vengativa fealdad humana que recuerda en lo irracional el paso destructor del EI por el patrimonio universal.
No soy amigo personal de Rosa ni de Miguel, víctimas habitantes del hogar ahora en peligro de extinción, pero no hay que serlo para ponerse en su piel e imaginar su dolor para que me arranque la rabia este compromiso público de pedir clemencia, sobre todo al comprobar cómo se ceba siempre la justicia con el más débil, pues de todos son conocidos otros casos que por mor de ser grandes se dejan sin ejecutar. Me encorajina el alma saber del nulo perjuicio a la sociedad, al paisaje y medio ambiente, tal vez todo lo contrario si nos dejamos guiar por lo que dice el Harivansa sobre la vivienda sin aves igual a carne sin sazonar, porque en ella los pájaros son vecinos sin enjaular; me duele que no represente ningún mal, a no ser que la envidia corroa sensatez y mirada estética hasta la sinrazón, y, sin embargo, caiga sobre ella el peso de una ley que desconozco pero que si ejecuta su sentencia tildaré de injusta para siempre haciéndome más seguidor en este aspecto del filósofo Henry David Thoreau al escribir: la Ley jamás hizo a los hombres ni un ápice más justos; además, gracias a su respeto por ella hasta los más generosos son convertidos en agentes de injusticia.
El peso implacable de la ley parece, pues, ceñir una nube negra sobre el cielo ourensano del jueves próximo, día señalado para la ejecución de la sentencia, en un horizonte llamado Reza cuyo nombre parece apelar a la oración como único medio en este caso para que se obre el milagro de no llevarse a cabo. Pero para los que no queremos mezclar churras con merinas cabe hacer una llamada a la primera autoridad del ayuntamiento para que ejerza como tal y se moje como sea antes de dejar un peor sabor de boca a sus conciudadanos; por cierto, tampoco sé de ningún alcaldable o miembro de la próxima Corporación que se haya interesado en el tema, a pesar de que en teoría se han presentado al sillón que los espera para defender los intereses de sus vecinos ¿o no?; y el tema ya salió en prensa por lo que no vale decir ‘no me enteré, no estoy’.
Con la esperanza de que aún haya solución, solo me queda volver al pensamiento de Thoreau para, después de siglo y medio, mantener abierto el interrogante: Existen leyes injustas: ¿debemos estar contentos de cumplirlas, trabajar para enmendarlas, y obedecerlas hasta cuando lo hayamos logrado, o debemos incumplirlas desde el principio? Suerte, Rosa y Miguel.
Moncho Conde-Corbal (30 de mayo de 2015)
1 comentario en “La casa de Rosa”
Buen artículo Moncho. Gracias.