Viejo adagio al que viajo para saber cuánto hay de verdad en él, al menos hoy y desde el punto de vista que lo parió o cual virtud que ennoblece a la persona, que la hace crecer. Realmente hay suficientes proverbios en la Biblia referidos a este planteamiento natural como un vuelo de pájaro sobre el concepto ‘dignificante’ que conlleva el trabajo. Claro que el pájaro que no vuela no tiene por qué no hacerlo por mala conciencia o simple pereza; el ave no es consciente que surcar los cielos sin tomar tierra represente ningún tipo de trabajo sino simplemente vuela porque es algo intrínseco a su naturaleza, de la misma manera que el ser humano trabaja porque no le queda más remedio desde aquella maldición divina de tener que ganarse el pan con el sudor de la frente, a no ser que sea uno de tantos cabronazos que viven por la cara gracias al sudor de la frente de otros; por su cara y por su culpa, su culpa y su grandísima culpa. Proverbios al margen, el adagio suena bien, es bonito y atractivo, hasta resulta gratificante cuando trata de responder al hecho de ganarse el sustento mediante un curro ‘digno’, o porque, como dice Voltaire, ‘el trabajo aleja gres grandes males: el aburrimiento, el vicio y la necesitad’, pero…
Yo creo que para los más y su opinión, lo que parece dignificar realmente es el dinero que el trabajo significa. Cantidad, no calidad. Al igual que el efecto Mateo con la parábola de los talentos ocurre que el que más tiene parece el más digno de la clase y, por el contrario, aquel que no tiene hasta parece deba esconderse por indigno ¡venga ya! Y digo esconderse por indigno (¡cuánta vergüenza, aún por encima de su propio mal, siente algún parado a la fuerza!) no como autoridad tipo Amancio Ortega para protegerse dentro de castillo kafkiano de mucho agrimensor K.