Me gustaría vivir fuera de Ourense para sentir nostalgia de Ourense. Acostumbrado como estoy a habitar de forma casi permanente esta ciudad, seguro que mis ojos no detectan ciertas cosas que a los foráneos no le pasarán inadvertidas: determinados edificios, las orillas del río, el color del cielo en los atardeceres o la placidez de las noches. Todo ello para mí constituye un don gratuito y en el que acaso no repare, como los miembros de las familias ricas no lo hacen en el lujo que los rodea porque piensan que es lo natural. Aunque es cierto que no resulta necesario huir de una ciudad para comprenderla: algunas grandes obras de la literatura están escritas desde el interior de determinada geografía y no desde la mirada periférica de la nostalgia. Contrariamente, hubo autores que necesitaron de la distancia para recrear su ciudad, como Joyce con Dublín, o de la injerencia del tiempo, como la Roma de Yourcenar. Si yo viviese fuera, si me fuera concedido ese privilegio, acaso añoraría la ciudad gris de los años sesenta y el festival del Miño: la playa fluvial de Oira: las solemnes procesiones de semana santa: los muslos de las majorettes de las fiestas del Corpus: los seminaristas que bajaban hacia Ourense como pájaros migratorios: Pepiño, aquel tullido que pedía limosna en el puente de As Burgas: las reuniones en O Volter: los bocadillos de calamares en las galerías Tobaris: las aulas de los maristas: a la Concha con su puro inagotable: la presencia oronda de monseñor Temiño: las pelotas de goma de los zapatos Gorila con las que jugábamos al fútbol: las inagotables idas y venidas por el Paseo: los guateques casi clandestinos: la legendaria Chichona: el olor a café de Campos: la vestimenta del Capitán Bombilla: las veladas de boxeo en el cine Airiños: la miseria de La Perrecha: la música instrumental del grupo Benposta: los batidos de La Ibense: el Club Deportivo Ourense ganando todos los partidos de una Liga de fútbol: las verbenas en el jardín del Posío: los suicidas saltando desde los puentes: los juegos de pídola y de chorromorropicotaina en el parque de San Lázaro: las incursiones temerosas en el barrio chino: un tipo muerto a orillas del río mientras se trajinaba a una gallina: las hazañas de Raúl Rey: la escuela de aeromodelismo: las sesiones de cine en el Principal, en el Xesteira, en el Mary, en el Avenida, en el Losada: las actuaciones de las vedetes en La Bilbaína: los billares y futbolines del Coime en Santo Domingo: los goles de Wilson y de Pataco y de Montenegro: la galanura del capitán Bombilla: los chapuzones en el Miño: las locuciones de Pedro Arcas en la radio: las victorias de Reverter: la sesión vermú en la sala de fiestas Auria: la desenvoltura de Toñito Patata: el garaje en la calle Curros Enríquez donde podía leerse “Prohibido blasfemar y hablar de política”, recogido posteriormente por Carandell en Celtiberia Show, y todas esas historias legendarias y a la vez reales que embarraron mi infancia y es posible que también otras infancias similares a la mía. Seguramente no me gustaría vivirlas de nuevo. Nada de todo ello existe sino en un rincón de la memoria, esa que nos va formando a veces a nuestro pesar. Si viviese fuera de aquí, acaso esa mirada sobre el ayer fuese más tolerante, menos dolorosa, más conciliadora. Pero uno nunca regresa sino a la nostalgia, que es charco contaminado.