Recientemente leí El concepto de ficción, de Juan José Saer, editada por Rayo Verde. Quizá no sea necesario señalar que Juan José Saer es uno de los grandes escritores que ha dado la literatura argentina y no resulta exagerado afirmar que uno de los mejores en lengua española, casi en la misma medida de secretismo que Juan Filloy (Op Oloop, Caterva), otro de los autores semiclandestinos más importantes de un país que, entre otras cosas, ha suministrado un aluvión de escritores de una enorme calidad en medio de tangos, psicoanalistas, futbolistas, cineastas y cantantes. Y unos cuantos militares cabrones. A nadie a quien le guste la ficción, le pasan inadvertidos los nombres que perezosamente denominaré canónicos, desde el que podríamos considerar poco menos que su fundador, Hernández, hasta Ricardo Piglia o Patricio Pron: si aquél fuese el principio que no lo es pero a efectos genealógicos sirve como hito, y éste el final, el trayecto estaría jalonado por, entre otros, Macedonio Fernández, Borges, que en sí mismo encierra toda una literatura, Felisberto Hernández, Cortázar, Roberto Arlt o Bioy Casares, por no extender la nómina; una nómina en la que no sería desacertado instalar a Gombrowicz, que las fronteras patrias en la literatura suelen lábiles, a menudo fastidiosas y en ocasiones reduccionistas. Pero existen otros autores argentinos que no entran igualmente en lo que Saer denomina “ese ejército impreciso de escribas mesurados” y que por extrañas razones, no han sido debidamente promocionados pese a la calidad de sus escritos. Uno a veces tiende a alegrarse, con una indecente dosis de orgullo, de que sigan manteniéndose en un anonimato más o menos sólido, determinados escritores que acaso por razones editoriales, por circunstancias personales o por pura mala suerte, resultan difíciles de encontrar en las librerías, temiendo que el día que estén en las mesas de novedades, la fama habrá empezado a pudrir el producto. Y Juan José Saer es uno de ellos. Por supuesto que es conocido y reconocido pero su nombre constituye otro más inter pares que no parece alcanzar la estatura que se le otorga, por ejemplo, a Jorge Luis Borges. Por si alguien está interesado, lo más sobresaliente de sus ficciones estriba probablemente en El entenado, Las nubes, El limonero real y Nadie nada nunca: la particularidad de una prosa deslumbrante, minuciosa, en novelas en las que apenas suceden cosas, de una quietud perturbadora. Resulta difícil clasificar o adjetivar la obra de Saer como lo resulta asimismo la del citado al principio, Juan Filloy: dueño igualmente de un mundo particularísimo que de ninguna manera se puede encajar en tendencias, escuelas o modas, la literatura de Filloy es un descubrimiento para aquel que por primera vez se sumerja en ella, ya que es casi imposible hallar referencias previas que lo localicen o delimiten, como si sus ficciones empezaran y se agotaran en Juan Filloy, sin antecedentes (lo cual es, naturalmente, falso) y sin seguidores (lo cual es, seguramente, cierto). En esa corriente más o menos alborotada de la literatura argentina (probablemente similar a la corriente literaria de cualquier otro país) es posible hallar otros autorespuente que nos ayuden a transitar desde una orilla a la otra. Si la primera pisada la pusimos en el trecho Saer y la segunda en el trecho Filloy, no sería mala idea avanzar un paso y asentarnos en Fogwill, otro escritor que rehúye el peligro que apunta Saer en la página 125 del ensayo al que me referí en la primera frase de este artículo: “Cuando la tradición se transforma en modelo, se vuelve inmediatamente oficial”. Kertész lo escribió hace una porrada de años: “El apoyo estatal a la literatura es la forma estatalmente encubierta de la liquidación estatal de la literatura”: la misma advertencia con distintas palabras. Los grandes novelistas crean su propia tradición: Sterne, por ejemplo, Rabelais, Cervantes, Caroll. En Help a él (si se desmenuzan las letras del título se descubrirá que son las mismas que las del famoso texto de Borges, El aleph), Fogwill coge (si quieren, pueden usar el verbo en sentido argentino: no desentona) el cuento de su predecesor y lo desmonta o, más bien, toda la concentración o la fuerza centrípeta del texto borgeano, pasa a ser aquí una fuerza centrífuga que se expande. Afortunadamente, en aquel momento no existía nadie quisquilloso que tratara de llevar a los tribunales a Fogwill por apropiación indebida o algo así, como sucedió con la reelaboración de El hacedor que publicó Fernández Mallo. Y ya para asentar el pie en la otra orilla, citemos a otro autor de escaso reconocimiento y con una obra espléndida aunque el capolavoro que se cita es siempre Zama: Antonio Di Benedetto. Acabemos con una cita de Saer: “La ortodoxia trabaja contra la literatura. Por exceso de rigor, un escritor puede encontrar de la noche a la mañana que ha cambiado de especialidad: la novelística urbana corre el peligro de convertirse en cartografía; la ecole du regard acabará proponiendo sustituir la pluma por el metro de carpintero. Los novelistas del “Nouveau Nouveau Roman” [sic: y conviene aclarar que este texto fue escrito en 1968] vigilan con ansiedad los últimos tratados de lingüística general cosa de no escribir una sola línea que disienta de ellos. Súbitamente, nos encontramos con que la escritura automática se ha convertido en oligofrenia. No habíamos acabado de sorprendernos con los experimentos de Mallarmé y de E. E. Cummings, que ya tenemos su caricatura pretenciosa en el movimiento letrista: si esta tendencia se impone los honores terminará por impartirlos el Sindicato de Artes Gráficas y no la Academia Francesa”. Por fortuna, pienso que autores citados en este artículo no corren ninguno de los riesgos que Juan José Saer anuncia: ni son ortodoxos, ni siguen las modas y los vaivenes de la crítica ni pertenecen a un ejército de escribas mesurados: hay en ellos diversidad y calidad donde elegir. La felicidad máxima de la literatura reside en la lectura, que se sustenta sobre todo en poder abrir las obras de escritores como los nombrados en este artículo.