La religión nos suministra a los ateos una felicidad que no sé si será de la misma índole que la que regala a los creyentes. Esos placeres de orden estético, como las iglesias, las catedrales, las capillas, los cuadros, las esculturas; la música o los textos inagotables de la Biblia, san Juan de la Cruz, san Agustín, fray Luis o santa Teresa, lo reconcilian a uno con el hecho religioso y está en un tris de pensar que a lo mejor tiene sentido eso de la trascendencia y el más allá pero luego ya se encargan la conferencia episcopal y la superstición de poner las cosas en su sitio y devolverte a la incredulidad y cierto escepticismo. Reflexioné al respecto al visitar hace pocos meses el museo de la Real Colegiata de san Isidoro, en León, donde admiré unos frescos que componen la denominada “Capilla Sixtina del Arte Románico”: a los españoles se nos da muy bien compararnos con lo foráneo. La majestuosidad granítica del Escorial hay que envolverla en el énfasis de “La Octava Maravilla del Mundo” (a estas alturas hay unas doscientas octavas maravillas) o la efervescencia cultural ourensana del siglo XX tiene que maquillarse con lo de “Atenas de Galicia” para darle prestancia. (Menos mal que un adalid autóctono inventó el concepto inverso: el término “ourensanía”: la solemnidad de lo vacuo; o la vacuidad de lo solemne, a saber. Décadas antes de que este innovador retorciese el diccionario, Vicente Risco había hablado ya de “ourensanismo”, que parece bastante más ponderado). Lo cierto es que los frescos de la colegiata, nunca restaurados, son espléndidos y lo que más me llamó la atención son los doce medallones que representan la vida de los leoneses a lo largo de los doce meses del año, con las faenas agrícolas habituales de cada mes. Asimismo, en otra sala está expuesto un santo cáliz (otro más de los verdaderos santos cálices de la historia: si se reuniesen todos los “verdaderos” santos cálices del mundo, podría darse de beber a los miles de comensales que se agrupan cada verano en O Carballiño para asistir a la fiesta gastronómica del pulpo, igual que si empalmas todos los fragmentos de lignum crucis hallados hasta ahora, podría construirse un puente desde Vigo hasta las islas Cíes o desde Valencia hasta Mallorca, como decía aquella canción viejuna de los años sesenta del pasado siglo) realmente maravilloso. Otra de las salas excepcionales es la Biblioteca, que incluye más de trescientos incunables, ciento cincuenta códices, ochocientos pergaminos y una extraordinaria biblia visigótico-mozárabe del siglo X, entre otras joyas. Mi sorpresa fue el comentario de la guía, una chica que me pareció una profesional excelente, concisa en la exposición y que suministraba cualquier detalle aunque no tuviese que ver directamente con lo que estábamos visitando, además de demostrar sin alardes unos conocimientos de historia más que notables, quien nos hizo reparar en una talla de una virgen llamada La Virgen de los Buenos Libros; pude comprobar posteriormente que hay vírgenes con esa hermosa denominación en otros lugares de España. El nombre de la virgen que presidía la Biblioteca me hizo pensar en otra virgen cuyo nombre me parece el más hermoso que escuché nunca para la madre de Jesús: La Virgen de los Ojos Grandes, adscrita a la catedral de Lugo: tanto la denominación de Virgen de los Buenos Libros como Virgen de los Ojos Grandes tienen unas reminiscencias poéticas y de carácter laico que me agradan enormemente. Mientras escribo, se me viene a la mente otro nombre sencillo y próximo: La Virgen de la Leche, cuyas reproducciones pueden adquirirse en el monasterio de Oseira. Pero como observo que, pese a mi ateísmo militante y con diplomatura por la Universidad de Amherst donde se imparten clases de Literatura de la Locura, estoy haciendo un panegírico de peligroso sincretismo que puede adscribirme, a ojos de quien no me conozca, a alguna cofradía, muchas de las cuales tienen asimismo nombres poéticos, apunto para terminar que realmente la virgen que más me atrae de todas las que conozco es La Virgen de los Sicarios, novela de Fernando Vallejo, autor colombiano que cree en Dios pero no en la Iglesia, y que tiene la humanidad torturada en la que solemos desenvolvernos en el día a día. Termino pidiendo perdón por el exceso de mayúsculas del artículo, acaso reminiscencias de un tiempo donde todo se escribía con el énfasis de las mayúsculas para darle una impostada trascendencia a lo que no la tiene: la vida suele caligrafiarse con minúsculas. De cualquier forma, espero que La Virgen de los Buenos Libros proteja indefinidamente a quienes los escriben y a quienes los leen, a quienes los venden y a quienes los editan, creyentes o no, porque me temo que vienen, si ya no están aquí, malos tiempos para esas actividades.
(Por cierto, el precio actual de la entrada al museo de la Real Colegiata de San Isidoro es de cinco euros (nunca tan bien empleados) y se advierte en el dorso del boleto que el museo no admite subvenciones ni públicas ni privadas y que lo recaudado se destina al pago de los empleados y a la conservación del edificio: ojalá todo funcionase así en este país.)