“Por dificultades en el último momento para adquirir billetes, llegué a Barcelona a medianoche, en un tren distinto del que había anunciado, y no me esperaba nadie.” Así comienza la novela de Carmen Laforet, Nada, con la que a los veintitrés años obtuvo el premio Nadal, posiblemente el más prestigioso de la época y que propulsó a la fama (o consolidó el nombre de) a escritores entre los que figuran Delibes, Sánchez Ferlosio, Carmen Martín Gaite, Ana María Matute, Ramón Pinilla, Jesús Fernández Santos, Juan José Saer, Martín Garzo o Álvaro Pombo. Hace días, la 2 de TVE (esa cadena es un verdadero oasis en medio de la chabacana programación habitual), emitió en la serie Imprescindibles un interesantísimo documental dedicado a Carmen Laforet: sus inseguridades, sus espantadas al terminar una novela, sus viajes, su timidez, sus vaivenes y se detenía en la conquista del premio Nadal. Aconsejada por el periodista Cerezales, que después se convertiría en su marido, Laforet manda a concurso la novela cuando el plazo está a punto de cerrarse. Como crédulo que soy, admito lo que el documental reseñaba: que estaba tan a punto de cerrarse el plazo para la presentación de originales que los miembros del jurado se pasaron la noche anterior al fallo leyendo la obra que después se haría con el premio. Hoy que en la mayoría de los casos los concursos literarios están manipulados por editoriales, agentes literarios y críticos, puede resultar insólito lo acontecido a los años cuarenta del siglo pasado: varios componentes del jurado leyendo de madrugada la obra de una perfecta desconocida que desea participar en el concurso más prestigioso de la literatura española. Se rumorea que en la mayoría de los premios actuales o bien no se lee la novela o bien se catan unas páginas del principio, del medio y del final y a partir de ahí se decide el voto. Ese detalle inolvidable (que sea cierto o no no menoscaba el encanto de revivirlo), el de imaginar a los miembros del jurado robándole horas al sueño para establecer justicia de la forma más severa posible, devuelve la fe a cualquiera en los premios literarios, al menos en los de humilde dotación económica y a los que se lanzan autores semidesconocidos voluntariosos e inocentes ya sea para salir de ese anonimato, ya para ganar algún dinero extra. Grandes escritores enviaron textos (a veces el mismo, como Bolaño, que con un cuento fatigó [y no hay eco borgesiano en ese verbo] docenas y docenas de concursos literarios) a casi todos los premios que se convocaban.
Recordé dicha anécdota leyendo un par de días después el excelente libro de entrevistas que Xosé Manuel del Caño le hizo al poeta lucense Manuel María y que se reeditó recientemente, a principios de 2016, con motivo de que el Día das Letras Galegas está dedicado al de Outeiro de Rei que fue, asimismo, un participante (y con frecuencia ganador) de numerosos concursos de poesía. En una de sus reflexiones, Manuel María afirmaba que los miembros de un jurado deberían hacerse públicos ya que el participante, de esa forma, estaba en condiciones de decidir si los componentes del mismo tenían la formación y la competencia indispensables para juzgar una obra, aunque me temo que hoy en día, el prestigio de ciertos nombres no sea aval suficiente cuando, como señalé antes, las afiladas navajas de los intereses editoriales y de los agentes marcan con frecuencia al que va a resultar vencedor. Pocas veces participé como miembro de un jurado pero la experiencia fue más que suficiente: desde los que conocían concienzudamente las obras presentadas (pocos) a los que no las habían leído todas (habitual); recuerdo a un presidente, conocido crítico literario, que forzó una tediosa y larguísima discusión para colocar a su favorito y que se negó a declarar el premio desierto pese a la ínfima categoría de las obras presentadas porque ello desprestigiaría el buen nombre del concurso. Pero prefiero pensar en lo que sucedió con la novela de Laforet: esa que llega casi fuera de plazo y obliga a los componentes del jurado a dedicarle unas cuantas horas de su descanso a la lectura porque acaso esa novela sea mejor que las hasta entonces juzgadas. Y por ese afán de justicia casi insólito, Nada pasó a ser una referencia de la literatura española cumpliendo las esperanzas y los sueños de una joven de tan sólo veintitrés años, cuando, como dice la novela en sus primeras líneas, “no la esperaba nadie”.