Según decían los periódicos días atrás, hay miles de pueblo en Galicia completamente abandonados y muchos otros en los que subsisten vecinos solitarios que son sus únicos habitantes, como en aquella novela de Llamazares titulada La lluvia amarilla. La noticia, en manos de alguien como Álvaro Cunqueiro, es un argumento suficiente para fantasear con lo que le espera al entorno rural en medio de un éxodo que empuja a los antiguos moradores a abandonar las aldeas para tratar de sobrevivir en las aglomeraciones urbanas. Ciertamente, algunos hacen el camino inverso: ya probaron la salvaje actividad de los núcleos urbanos y decidieron que no merece la pena agobiarse y someterse al tráfago desquiciado de horarios y compromisos y prefieren acogerse en la tranquilidad de un ámbito menos hostil. Aquellos manidos escritos de siglos atrás que constituían una alabanza de la aldea y un menosprecio de la corte carecen hoy de contenido; en ellos, personajes que habían vivido entre el tráfago de las ciudades, al llegar a una determinada edad decidían renunciar a sus inconvenientes y buscaban la tranquilidad en los pueblos, al margen de las mezquindades que los núcleos urbanos solían suministrarles. Uno se pregunta qué puede hacer con su tiempo un último habitante de una de esas aldeas condenadas al exterminio, a la desaparición, a convertirse en enclaves sin seres humanos y siendo ya territorio de malezas y animales. Posiblemente ese anciano que por nada del mundo cambiaría su soledad miserable por una residencia, se levante sabiendo que posee el tesoro de un día por delante; desayune lo que a mano tenga y salga a pasear por las corredoiras y los congostros, asistiendo al derrumbe de ese mundo donde fue feliz en compañía de su familia y de los vecinos que o bien han muerto o han desertado para irse a buscar no se sabe qué en la ciudad. Mirará la espadaña de la iglesia cuya campana ya no suena nunca; contemplará las casas abandonadas y recordará a sus antiguos habitantes; bajará hasta la bodega y buscará una botella de vino contando cuántas atesora porque ya no tiene fuerzas para seguir vendimiando las viñas que quedaron a monte. Verá las huellas del jabalí y tal vez se sienta acompañado por ese intruso que destroza lo poco que queda en el campo. No sería insólito verlo acercarse hasta el cementerio del atrio y poner flores en alguna tumba o hablar con los muertos que tanta compañía le hicieron en vida. Oirá el canto del cuco y el ulular de la lechuza. Intuye que se le está acabando el tiempo, que mañana será un día similar a éste, que ya no le queda en el futuro otra esperanza que la de una muerte dulce. La aldea se está transformando en un decorado inservible una vez que se ha rodado la película. Y ahora él es el único protagonista, vencido ya por un argumento inexorablemente cruel. Pero en ningún momento pensará que de haberse trasladado a la ciudad sería más feliz. Galicia está llena de esas aldeas deshabitadas o en las que sobreviven uno, dos, tres vecinos que saben lo que les aguarda pero no quieren claudicar frente a la quimera de una ciudad avanzada pero enemiga de sus existencias. Como otras aldeas que fueron anegadas por los embalses, éstas tienen vocación submarina y desaparecerán anegadas en una soledad monstruosa, retorcidamente poética, esa poesía con la que Cunqueiro podría escribir -otro más- un artículo inolvidable. Con su desaparición todos perderemos parte de nuestra memoria y de nuestro pasado. Sobrevivimos, de alguna forma, en ese último superviviente que se mete en cama poco después de atardecer y duerme serenamente aguardando que el día siguiente no sea peor que éste que ahora acaba de vivir.
![](https://elcercano.com/wp-content/uploads/2018/11/logo_favicon.png)