Pertenezco a esa innovadora clase social finisecular siglo xx que es la de los parados de larga duración, los parados crónicos. Parados achacosos, de años suficientes para ser cadáveres, que es lo que las autoridades parecen pretender, matándonos de hambre y, lo que es peor, de aburrimiento, no vayamos a vaciar las arcas estatales con nuestros despilfarros; sacándonos de unas estadísticas incómodas y pasándonos a la estadística de los difuntos a punto de ser olvidados, obituarios con dos decimales. Estoy parado, según la estadística, pero eso no quiere decir que no trabaje. En realidad se puede decir que jamás había acumulado tal grado de actividad para no tener que trabajar. Las vueltas que dio mi vida y las que me han hecho dar para no dar ni chapa -que ha sido siempre mi máxima aspiración- me tienen mareado y ya no hago pie. Con los 480 euros que me entrega el Estado, después de haberme quitado durante treinta años unos cuantos miles, vivo a cuerpo de rey emérito y, en la conciencia de estos esforzados de las rutas del bacalao sexual y venal que son nuestros honraos gobernantes, se concluye que ya que estoy parado es mejor tenerme ocupado para que no despilfarre ese capital y ahorre algo para el futuro incierto de mi escuálida pensión. Ellos necesitan tener remanente para pagar pimpollas ministriles y consejeros de RTVE, a 100.000 eur la succión erótica y la ración de alfalfa. De esta manera me han apuntado obligatoriamente, bajo amenaza de arder en las fauces del demonio burocrático, a unos cursos imprescindibles para reintegrarme al mercado laboral. Como esclavo, claro. Mi postura ante estas maniobras de Mefistófeles el Escribiente es escéptica, casi diría que estética, y cuando acudo a esos menesteres a cuyos brazos me han arrojado, me siento como prisionero de una guerra galaica librada por las legiones en los confines del Imperio: cargado de cadenas en el Foro, admirando por momentos la arquitectura del templo de Cástor mientras una funcionaria mercadera con conexión a internet me palpa los genitales y me mira la dentadura. Resignado y humillado, así me hacen sentir las autoridades generosas a las que cada noche doy las gracias por sus desvelos, sabiendo lo desdichadas que ellas se sienten al verme sumido en la bacanal de la inactividad y de inutilidad vital permanente, sin que se vea intención, por mi parte, de ponerle solución. Hay vagos que no tenemos remedio. Pero me pregunto si no sería posible que se nos pagase igual ese generoso estipendio sin tener que dar golpe, sin arrastrar nuestras ideas de curso en curso: si no se nos podría denominar Asesores Presidenciales Numerarios Pendencieros de la Moncloa. Muchas veces los problemas se solucionan con un curso obligatorio de Semántica y Semiología. Y de sueldo. ¡Qué cansado estoy!