Don Juan, practicante sanitario (hoy estaría rebajado a la categoría de ATS) y agente del Banco de Bilbao a tiempo parcial, llegó un día a la tertulia en la ferretería de mis primos con la enorme preocupación de que le faltaban diez céntimos cuando hizo el cuadre mensual de caja. Don Juan era un hombre de rigurosas y metódicas costumbres y un hecho en apariencia tan nimio le quebraba la rutina mental y su alma temblaba con la presencia de lo imprevisto como si hubiese visto al Demonio. El asunto era peliagudo para él y absolutamente ridículo para los demás. Hubo quién, para dejar zanjado tan enorme descalabro financiero, abrió el cajón y le ofreció una peseta, con la advertencia de que se quedase con los otros noventa céntimos para futuras ocasiones de dar la matraca. Sin embargo, a mí, la desaparición de esos diez céntimos, en unas cuentas en las que no podía haber descuadre, me pareció más grave de lo que a primera vista le podía parecer al primo Sousas que fue quien quiso comprar el silencio del honrado banquero aficionado. Eran tiempos en los que la peseta aun era divisible en céntimos y no había adquirido todavía el carácter de moneda nacional indisolublemente prima y sólida frente a las divisas internacionales socialdemócratas judeomasónicas, liquidas y fluctuantes, europeas y americanas. Me parecía, yo era aun muy joven, tal un niño completo con todos los órganos, que era muy factible que esos céntimos hubiesen desaparecido por arte de ensalmo porque yo estaba muy acostumbrado a que las monedas de diez céntimos desapareciesen de la circulación: cuando uno había coleccionado diez monedas de diez céntimos para alcanzar la ingente cantidad pecuniaria de una peseta siempre había monedas de menos, algunas se habían escapado y nunca se podía comprar nada de provecho. Las monedas de diez céntimos eran la prueba empírica de que la peseta tenía poco peso, ya su propio nombre lo indicaba aunque siempre había escépticos entre los tecnócratas del Gobierno de Franco. Cuando tirabas una moneda de diez céntimos al aire nunca volvía a bajar, se quedaba flotando entre los intersticios de las capas que conforman la parte de la atmósfera que está en contacto con nuestros sentidos primarios: pesaban menos que el aire. Yo tenía el convencimiento de que cuando llovía o nevaba las monedas de diez céntimos y las de cincuenta céntimos, los llamados “perros”, caían a la tierra en una lluvia plateada digna de una Danae con pañoleta y mandil, nada de estar en pelotas como en Tiziano, aquí hay decencia, señor. Muchas veces las encontraba, cuando andaba a la búsqueda de desertores de mi ejército de plástico, enterradas por la huerta como si se hubiesen desprendido de las berzas. Era la deflación a ras de suelo más absoluta. Más bellas, por inútiles como obras de arte, e igualmente carentes de todo poder liberatorio eran las monedas de veinticinco céntimos, los “reales”, que estaban agujereadas para aprovechar mejor el valioso metal (desde Fernando VII había dejado de ser plata), ya que de no tener ese monóculo hubiesen valido más que su valor nominal, como así acabó sucediendo: nadie entregaba nunca una peseta completa, “la rubia”, a cambio de cuatro “reales”, que se volvieron, con el tiempo, absolutamente ficticios. Llegó un momento en que era más barato echar mano de las monedas de céntimos para hacer arandelas que comprar el metal en las factorías vascas. Los niños acabamos pasándoles un hilo por el agujero para hacerles un collar a nuestras novias. Muchas mujeres se van acostumbrando a dar el fruto de su amor a cambio de joyas de gran valor estético y sentimental. Todos estos recuerdos nostálgicos neurasténicos me vinieron a la cabeza cuando se empezó a hablar de esta inflación desbocada que nos está comiendo los ahorros, los colchones y la paciencia, como ratones invisibles que nos comen también el queso, hordas de ratones que salen de Bruselas a pasearse por las tierras de Hamelin, sin flautista que les tosa. Llegué a tener una jauría de “perros, perras y reales” y cuando hice el cuadre mensual, como don Juan, no pude comprar ni una miserable bolsa de soldaditos de plástico, una miserable bolsa de caramelos o un miserable vaso de Frufrú, bebida refrescante de naranja hecha de polvos agitados que se eructaba por la nariz y que costaba tres pesetas. Yo no sé por donde andarán ahora los diez céntimos de don juan, espero que ya los haya encontrado en su paseo matutino por el Jardín del Paraíso. Hoy se los hubiera podido dar yo tranquilamente: en cualquier casa española que se precie hay monedas de la antigüedad, esa que cabe todavía en los recuerdos de muchos de nosotros y que las nuevas generaciones de herederos de la Transición desconocen, como desconocen otras tantas cosas pasadas de años y utilidades: si abrimos un cajón de la alacena de la cocina es muy difícil que allí, en la ultima esquina conocida no viva aun una de aquellas monedas con la cara dura del dictador, que despistarán a los arqueólogos del futuro por su carácter de inservible método de intercambio económico, -porque ni pan se podía adquirir con ellas-, pero que producían quebrantos de cabeza en un infeliz banquero de antaño. Eran las criptomonedas del pasado, irreales, insustanciales, inconsistentes, inútiles y despreciables, que no empieza por i, acuñadas en cecas fantásticas en el país de Nunca Jamás con metales sin cuerpo y sin alma.