Cuando el crítico de arte Aganalgo César, de la tribu de los Plafones, allá en la Amazonía, cabe el alto curso del rio Marañón, fue llamado a participar en un simposio de críticos de arte en Nueva York, no se podía imaginar que su prestigio tendría una devaluación tan enorme como la del marco alemán tras el Tratado de Versalles. Si lo hubiese sabido jamás hubiese abandonado la plácida vida que llevaba en el poblado, orillas de la selva, escuchando los glogloteos de las percas en el rio y leyendo tumbado a la bartola en su chinchorrera “Pantaleón, las Visitadoras y su tía, la del Escribidor”, por décima vez después de comer, y haciendo el análisis estilístico concienzudo, al mismo tiempo que su digestión, de los jeroglíficos jíbaros para cerbatanas de precisión que fabricaba su colega Romulusco Pérez, destinado ese análisis a la sección “Miscelánea” del diario “Iquitos Express punto cero”. No fue el único que hubo de lamentar su propia vanidad excesiva, su presunción genética, dejándose embaucar por los oropeles yankis, a cambio de la promesa de una colaboración perpetua en el New York Times, sección meñique empalmado. El caso es que uno de los actos con los que se clausuró el simposio/congreso (otro día he de contar sobre aquellos otros con los que la organización del evento agasajó a las esposas de los críticos, ramos de flores, visitas a ancianatos, lunches campestres y recepciones en concejalías feministas) fue una cata a ciegas de cincuenta óleos de diversos artistas, cedidos por los fondos secretos del MOMIA, a los que se les tapó, con un cartoncillo de seda birmana, la firma. De Picasso aparecieron seis cuadritos, unos de la época azul, otros de la cubista y otros de su última etapa de desvarío prostático; diez cuadros de Monet, desde “Nenúfares en primer plano violento” hasta “Mujer con sombrilla al solcillo de Giverny”; de Pollock un dibujo en la puerta de su garaje; de Rembrandt un grabado de un caballero enfadado fumando una pipa… No fue capaz de hacer una critica artística a derechas, se le olvidaron los apuntes en el hotel, todo se le torció, confundió un san Jerónimo de Ribera con un cuadro de la emasculación de Holofernes, de Caravaggio; los nenúfares de Monet le parecieron expresionismo informalista holandés y el “Retrato de la señora Rius”, de Picasso, se lo adjudicó a un discípulo de Imgres, con eme antes de g. Con el grabado de Rembrandt andúvole cerca y magnificó a Van Eick; y de Pollock, puerta en la que el pintor limpiaba las espátulas, que no dejaba lugar a dudas, no fue capaz de encontrar otra cosa que influencias vienesas psicoanalíticas, demasiado evidentes, todo hay que decirlo. Lo mismo les pasó a los otros conferenciantes ponentes (de huevos). Cuando el comisario jefe mandó quitar los cartones que ocultaban la firma de los cuadros todos los presentes y algunos ausentes se echaron las manos a la cabeza. Las cotizaciones de las casas de arte Mambrú de Londres, Sothabi’s de Nueva York y Afiche Pastiche de Madrid cayeron un cuarenta por ciento en su cotización en la Bolsa de Milán. Subió, en cambio, como la espuma, la cotización de todos los pintores de playa nudista para turistas ingleses borrachos, que pintaban con el culo.
Haciendo honor a la objetividad que ha de tener toda crónica de este tipo, tan verdadera como apócrifa a ojos vista, hay que decir que en esta época a la que nos estamos refiriendo, el arte de la crítica había alcanzado una perfección tan aguzada como aquel otro arte de la cartografía del que nos hablaba Borges en “El rigor de la ciencia”. Si en éste el mapa de una provincia ocupaba toda la provincia, en aquélla la crítica de un cuadro a los santos óleos, de un pastel de zanahoria y pistacho o de una escultura de neón enlatado, ocupaba siempre varios volúmenes, -publicados indefectiblemente por prestigiosas universidades de sabiduría más bien local-, que nada tenían que ver con su referente artístico original (de origen, no de creación ex nihilum). Se había alcanzado tal grado de maestría y concisión que fue necesario reducir el arte a cenizas para que pudiese nacer la crítica verdadera de arte, como ave Fénix con las alas de un bombardero gigante. Y de este enorme pájaro surgió una nueva modalidad de estudios entomológicos, los de la firma de los cuadros, de las velas del pastel de cumpleaños y la escultura de chapas de cinc que peinan la brisa cuando sopla por barlovento: insectos de todo tipo, moscas, ciempiés, arañas italianas, pulgas parisinas, de los que emergen palabras hilvanadas por tantos adjetivos que ya no caben en las bibliotecas y hay que trasladarlos a los nuevos museos de nombres judaicos y materiales contrachapados brillantes en la oscuridad, ciudades completas de la cultura, con rincones perdidos, jardines sin flores y patíbulos en los que auto inmolarse de asco.
Mientras en nueva York sucedía este desastre financiero y artístico mundial al que me he referido tan concienzudamente, nuestro país quedó un poco a salvo del tsunami exegético y artístico, gracias a dios, y siguieron proliferando las visitas guiadas del IMSERSO al “Ecce Homo” de Borja y a los váteres portátiles instalados para uso exclusivo de los críticos de arte nacionales en el recinto ferial de Arco, en los que se habían colgado unas reproducciones de “La Ultima cena” de Leonardo hechas en hojalata de primera calidad con un altavoz acoplado que repetía machaconamente guzguz beriberi guz cuando tiraban de la cadena.