La cabalgata de reyes de este año ha sido tan fascinante que meses después de que hayan muerto todos sus personajes aun sentiré en el cuerpo ese regusto entre metálico y dulzón como el me dejaba el rústico láser inexperto en la discoteca de mi pueblo y que me hacía caer en brazos de Baco y otros dioses dipsomaniacos, me afectaba los miolos, me dejó impotente y me hacía bailar cual Sileno en el centro de la pista. Esta cabalgata me produjo un éxtasis que casi rayó en el viaje astral: me vi impelido por una fuerza superior a elevarme sobre el mundo y a ver la realidad con los ojos de la transfiguración de las almas; fui transportado a un pasado que era a la vez futuro. Juro que no había probado nada tan embriagador como la contemplación del dulcísimo licor de ese percance teatrero que después me dio tanta sed. De esa manera, con una lucidez propia de los estados catalépticos producidos por la ingestión de un té de amanita muscaria, tuve, a la vez que comprensión del Universo, visiones proféticas en las que sufrí la sequía de la fuente de las Burgas y contemplé el derrumbe del puente romano. Simultáneamente comprendí por qué personas adultas sin niños a su cargo nos acercamos a observar en enero el adelanto del carnaval de febrero, arrojándonos a los pies de los camellos dromedarios para rapiñar con voracidad de huérfano dickensiano los caramelos que caían como una lluvia diabética sodomita y gomorrita, arrojados y arrojados por manos poco inocentes desde las carrozas salidas de una novela de Lovecraft. Las caras de muchos niños daba gloria verlas y estaban mucho más cerca de Dios de lo que ya están habitualmente. Solamente por ese hecho hay que dar gracias al ayuntamiento de que ha organizado el evento. Los niños extasiados mirando a los Reyes de Oriente mientras los que no poseemos más que la inocencia de la estupidez mirábamos con el tercer ojo el paso indesmayable de los engendros. Desde la costanilla de las Caldas, adonde pude llegar braceando entre entusiastas naviceños, vi perderse la cabalgata hacia su destino incierto. Por la cúspide del puente romano, hasta donde alcanzaba mi vista, fueron reflejándose en las oscuras aguas del padre Miño bomberos tocando el bombo y la bomba, globos blancos siberianos fantasmales agitando los brazos, majorettes pasadas de lustros y quilos, un destacamento romano recién escapado de un Belén pornográfico, y ellos, los Tres Reyes de Oriente que habían llegado en AVE después de haberse subido sin billete en la estación apeadero de San Francisco y el Lobo, encaramados en unos animales híbridos de burro y oveja que fueron dejando tras de sí un reguero de fanático dogmatismo. Las barbas falsas de Xinzo y las pelucas estropajo de Laza se colocaron a toda prisa bajo las coronas de oro de 20 quilates chinos aprovechando la discreta oscuridad de un túnel, para no ser descubiertos. El río, que venía orondo tras las últimas lluvias, miraba con desdén y sorpresa aquel espectáculo excéntrico, él que lo ha visto pasar casi todo con sus cansados ojos de siglos a través de los puentes de su nariz respingona. Vendrán otros tiempos, otros ejércitos, otros hombres, mujeres y niños que sigan alborotando mis aguas, parecía pensar, pero siguen siendo los mismos alelados de siempre.
A pesar de todo este estropicio festivalero que mueve mares de alegría, después de la euforia embriagada, a mí la cabalgata de reyes me deja siempre el sabor amargo de la nostalgia, como una resaca de plomo. Vuelvo lentamente a casa, a mis soledades ruinosas, con un sentimiento de fría miseria espiritual y los hombros encogidos. Ya no soy el niño que fui y el recuerdo reciente de la algarabía de la cabalgata me pone en el pecho un nudo de garganta, me hace recordar aquellos reyes magos a los que jamás vi, que llegaban por la noche mientras yo dormía, que dejaban algo al lado de un zapato y se largaban tan silenciosamente como habían venido; quedaban tras los cristales de la ventana unas huellas imperceptibles de su discreción y humidad, ejemplo de otros tiempos más dignos y menos estruendosos y disparatados.