En España, en estos últimos años de democracia insípida, se ha producido una gran descentralización de las instituciones políticas en todos sus aspectos excepto en el que más profundamente afecta al buen funcionamiento del Estado, la merienda. Madrid sigue siendo el mismo inmenso merendero que era en el siglo XIX y allí bajan a merendar los gallegos que quieren ser ministros y acabar de cerrar la finca, los vascos que quieren seguir produciendo hierro, chacolí y txapelas, los catalanes, que son los que mandaron, mandan y seguirán mandando, para vender el corcho de las botellas de cava y el cava sin espuma eyaculada, y los andaluces, que son los que hacen la Televisión con tanta gracia que no se puede aguantar; los jueces, que quieren mojar en el plato para que los admiren sus pelanduscas pelanduscos cuando se quedan en calcetines con liguero; los toreros, que quieren triunfar en las Ventas al por mayor; el periodista, que quiere coger unos kilos y entrevistar a Almodóvar; los militares, así sean de la Armada Invencible, que quieren ascender a cornetas de la Banda Real; y los banqueros electrolíticos que son los que de verdad mandan, por encima de catalanes y vascos, y que pasan por allí para pinchar una aceituna rellena de anchoa del Cantábrico, más propiamente del Santander. La merienda es tan inmensa que a veces no se encuentran entre ellos porque viene una brisa y se lleva la peste y no se huelen el culo, estos perros con carranca. Si de verdad se quisiera descentralizar España, que España no fuese el plato principal de esta gran cuchipanda, lo que había que hacer es escachar las bolas del billar y que cada uno de los poderes se fuese a su esquina, a reflexionar. El Tribunal Supremo, a Cuenca; el Tribunal Constitucional, a Cáceres; la Audiencia Nacional, a Murcia; el Banco de España, a Almendralejo; el CNI, a Betanzos; el ministerio de pesca a Cádiz; el de Interior a Sestao; el de Igualdad a Melilla; y la presidencia del Gobierno a las Canarias, que me perdonen los canarios, y así sucesivamente. De esta manera tan sencilla las meriendas se verían sustancialmente reducidas de público gorrón, los jueces fachendosos no querrían presumir tanto escribiendo manuales infectos para opositores a registrador de la propiedad, el bacalao estaría repartido, y el Parlamento, que quedaría en Madrid, estaría menos tiempo de paparota conmilitona y se dedicaría a legislar en bien de los ciudadanos, gente desconocida, sin interferencias del hotel Palace, de las torres Kíovatio, de los jueces venales, de los parientes comisionistas oficiales. Hay que ponerle difícil a los corrompidos que vayan de piscolabis en piscolabis adulando y untando la pomada en la tostada. La videoconferencia, que va a sustituir a las relaciones personales de chiringuito, no tiene calor humano, no se le puede ofrecer a nadie una rodajita de chorizo con el tenedor del castellano viejo que además deja huella de lamparón digital. A mayores, por pedir que no quede, me gustaría que el Senado se fuese a la Gudiña, allí se come muy bien y se puede dormir la siesta todo el día sin que nadie te moleste.
La merienda del rey de las habas
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