Llevo ya unos cuantos mundiales de fútbol a cuestas, estoy agotado. Desde el primero del que tuve consciencia, allá por el México de 1970, hasta hoy, los mundiales se me han ido acumulando en el cuerpo como esos metales pesados que el atún en lata nos contagia, en venganza por llenarle el mar de mierda. Entre mundiales, europeos y campeonatos internacionales de petrodolar se me pusieron los pies de plomo y no doy una patada sin dolor, ni remato de cabeza. Es la arterioesclerosis futbolera que nos ataca a los aficionados mayores. Lo único que ha cambiado desde que Pelé era Pelé hasta que Messi ya no es Messi ha sido el tamaño de la minifalda y la nitidez de la señal de televisión. Ahora ya no tengo a mi padre encaramado en el tejado intentando saber por donde cae Monte Meda para dirigir la antena. El fútbol sigue siendo lo mismo, aunque en España C.F. ahora juegan gentes mucho más delicadas, menos brutas, que recitan sonetos de campo-amor por el tuiter. Siempre echaré de menos a Rubén Cano, el chambón, rematando con la canilla, y a Goicoechea, el bailaor, rematando al delantero de una patada en la cabeza, era aquello un juego parecido al fútbol pero que, si uno se fijaba bien, estaba más próximo a otros deportes como el frontón celestial o las prácticas de tiro con mortero sin cálculo de parábola, deportes hortícolas que le hacían crecer una flor en el culo a Miguel Muñoz. Nostalgias.
He oído, durante una retransmisión, que el “patrone” de la FIFA, el Elefantino ese, podía acudir a varios estadios a hacer acto de presencia en los palcos vip porque esos estadios se encontraban tan cerca unos de otros que se podía ir caminando tranquilamente mientras te tomas un helado de pistacho iraní que te rebaje las calorías de la calva. Y entonces yo me pregunté a mí mismo, -me pregunto a mí mismo porque ahora los partidos los veo en soledad-, qué van a hacer estas gentes de Catar con esas maravillas arquitectónicas que se han construido para solaz de cuatro camellos. Y he tenido muy malos pensamientos, oscuros, negros pensamientos. Me he acordado de Pinochet y sus concentraciones para matar y torturar compatriotas en los estadios de fútbol; y no se porqué, qué tendrá que ver una dictadura con otra si los dioses que las patrocinan son distintos y distintos sus profetas. Es el mercurio que se me va acumulando en el cerebro y me afecta a la capacidad de razonamiento, no encuentro otra explicación. Veo fútbol, oigo fútbol, sorbo fútbol, y lo único que se me ocurre es que en aquel país dónde todo el mundo es rico, lo único que iguala a los hombres, que no a las mujeres, es el fútbol: que Japón, con dos, gane a España, con uno y medio; que Camerún, el abuelo, gane a Brasil, el nieto. Si uno fuese un poeta podía hacer metáforas sobre el mundo redondo golpeado inmisericordiosamente por las botas de clavos de los poderosos dueños de las fuentes de energía, por los dueños infames de los medios de comunicación de masas, por los corrompidos dirigentes del deporte rey, y por nosotros, los alelados abducidos televisionarios. Pero uno, gracias al Dios vaticano, uno no es poeta y se abstiene de esas analogías burdas y poco afortunadas. Cuando se acabe el mundial, con un equipo campeón repleto de negros a los que los golfos pérsicos siguen despreciando como razas inferiores, todo seguirá igual en Catar y nosotros seremos más viejos y menos optimistas. Y a mí, sinceramente, es que me importa un bledo, porque hace mucho tiempo que he dejado de ser un futbolero demócrata de sofá, en activo, y he pasado a ser un futbolero solidario de sillón, en excedencia.