Para poder sobrellevar el absurdo de esos juegos que otros llaman deporte hay que prescindir de la naturaleza racional y no dar muchas vueltas al asunto. Veintidós hombres más uno, hechos y derechos, corriendo como sabuesos detrás de un objeto, redondo a duras penas, intentando asestarle unas patadas y arrastrarlo hasta un recuadro al que se llama portería, situado al final del esplendor en la hierba, es un espectáculo absolutamente idiota en esencia, excepto quizá para los propios jugadores. Debería permitírseles, sin consulta previa en referéndum, más pelotas en el terreno de juego para que todos, ellos y ellas, disfrutasen democráticamente de actividad tan virtuosa, que es lo que hoy en día da prestigio a cualquier ejercicio profesional o social. La justicia democrática es el ultimo grito, pero de eso hoy no toca hablar. Cuando yo era niño y estaba en el colegio de los curas q.e.p.d., en un único y escaso campo de fútbol se establecían seis o siete partidos simultáneos de balompié, con otros tantos balones y una sola portería, y nunca hubo un solo incidente más allá de choques sin víctima mortal. A veces alguien de un bando perseguía el balón del otro pero la sangre no llegaba al rio. El Miño estaba ahí a lado pero no nos dejaban acercarnos, por prevenir suicidios, sobre todo en los alumnos internos. Las aguas pronto volvían a su cauce, y es que, para un niño, cuando un balón, sea propio o ajeno, pasa por su lado, a cien por hora, es muy difícil no hincarle el diente. Me dan pena esos pequeños que, con la espalda pegada al muro, ven pasar los objetos mágicos sin atreverse a soltar la pierna, aunque solo sea para una aviesa zancadilla al cuarterback. Un balón es tan tentador para un niño como Marilyn Monroe para su vecino de abajo. El fútbol es un maravilloso juego de infantes que se debe dejar de practicar cuando uno llega a esa edad en la que parece mejor perseguir faldas que perseguir balones, o pelotas, y viceversa. No hay nada mas patético que un pobre hombre, adulto de barriga y espíritu, tirarse al suelo lloriqueando con la desesperación de haber segado un campo de hierba a base de pataditas infructuosas, pidiendo penalti . Por favor, vergüenza, dignidad y elegancia.
Hoy hay gente que paga ¡dinero! por acudir a un estadio a ver como otros patean un pedazo de cuero. Allá ellos. El colmo de la tontería llega cuando a uno de los esforzados adultos en calzoncillo se les pregunta, micrófono en mano, sobre lances de dicho juego, como si el asunto tuviese alguna importancia. Y ya la apoteosis de la majadería es que esos mismos fornidos muchachotes contestan a esas preguntas con una cara de seriedad que dan ganas de llorar. Hay alguno que está absolutamente especializado en respuestas idiotas a preguntas tontas y a ese lo persiguen los periodistas para asaetearlo, como ellos dicen, con cuestiones de táctica y estrategia. Quítense de ahí Carl Von Clausewictz y Sun-Tzu, y sus artes de la guerra. Desde D. Jorge Valdano para acá, en periodismo futbolero, todo es decadencia
Lo único que podía salvar cualquier deporte y pudiese tener atractivo para gentes que no participamos en él son las apuestas. ¿Alguien puede explicar que se pueda estar dos horas viendo como dos señores golpean una bola con una raqueta, uno de cada vez para quitar interés, en un rectángulo de cemento atravesado por una red, si no es porque se ha cruzado algún tipo de apuesta de cuál sea el vencedor, de cuantos tantos puede perpetrar en un sistema de contabilidad bosquimano, de los besos que le dará su novia rusa, del tiempo que tardará en torcerse el tobillo nuestro héroe?. Cuando veo a toda esa gente preparándose pacientemente para una tortícolis, no dejo de pensar en las ingentes cantidades de parné y de esperanzas que se habrán depositado en las habilidades de esos personajes de revista de peluquería, golpeadores contra el viento y la marea.
Pero ya el colmo de mi desconcierto es observar a multitudes que siguen con frenesí la carrera de un señor o señora que parecen escapar de algo o de alguien como alma que lleva el diablo. Algunos escapan de lo ignoto dando vueltas a un estadio mientras son avisados por el gentío, enarbolador de enseñas nacionales, del invisible peligro que les acecha. Entiendo que algunos señores deportistas corredores intenten alcanzar el primer mundo con prisa y abandonar una dura vida en un país azotado por la guerra y la sequía, pero dudo de sus intenciones cuando los veo pasar una y otra vez por el mismo lugar, la meta. Parece un castigo en uno de los círculos del Infierno. He visto que alguno no ha dejado de correr hasta que cae exhausto a los pies de un compatriota, que lo besa amoroso, mientras la multitud ruge como una pantera. Los occidentales, rubios o narigudos, habitantes de un país mas o menos desarrollado, estarán escapando del cobrador del frac, de la Hacienda nacional, o de un marido celoso: inútil carrera hacia ningún sitio. Deberían cambiar el estadio de atletismo por la basílica provincial de su pueblo y rezar un poco. Las apuestas del público, en este caso, aun no entendiéndolas totalmente, me parecen un poco interesadas y tendenciosas y hay que depositarlas en el cepillo parroquial.
He oído decir que a todos estos deportistas, participantes necesarios en esa clase de espectáculos, se les prohíbe tomar sustancias que podrían ayudarlos a mejorar su esfuerzo, y que son denostados aquellos que lo han hecho. No me parece justo. Desde que el hombre es hombre los grandes avances se han conseguido a fuerza de consumir productos estimulantes. Qué diferencia puede haber entre cobrar una millonada fumándose unos billetes de quinientos para poder comprarse un Maserati que fumar un canuto de buena hierba jamaicana para que la pértiga pese un poco menos en el corazón y sea mas fácil escalar los tres pisos que lo separan de su amado, una listón colocado aviesamente allá en lo alto.
Un momento feliz para los amantes del deporte puro es asistir a una pelea a puñetazos entre dos hombres. Boxeo, deporte de hombres honrados que dirimen sus inexistentes diferencias a base de tortazos envueltos en celofán. A todos los que asisten, desgañitándose por lo magnífico de las luces de color que reflejan el sudor ajeno (son de carácter intrincado, los aficionados al boxeo, rococós casi), lo que les gustaría es estar dando ellos mismos esos mamporros sin el peligro, claro está, de recibirlos al mismo tiempo. Alguno de los luchadores, cansado de recibir más que de dar, se deja caer sobre la lona para que un árbitro le cuente las estrellas que está viendo revolotear por su cabeza; alguno de los que asiste desde su cómoda silla, protegido y oculto en el fondo de la oscuridad, grita despechado, tongo, tongo, como la misma campana que da paso a cada asalto. Es que ha perdido el dinero apostado, prometiéndose de ahora en adelante volver a los caballos y a los galgos, indudablemente animales mucho más de fiar que ese sonado, debilitado por la adulación de sus fans y los esteroides.
Benditas apuestas, bendito dopaje, bendito futbolín, bendita cerveza, bendito bocata de jamón, que nos salvan de tanto deporte limpio y anodino a los que hemos jurado no acudir nunca a un estadio olímpico. Yo pertenezco a esa raza que Pierre Mac Orlan definió como aventurero pasivo y ya no soporto ni un instante ese barullo incesante de gentes que durante doce horas al día (duermen poco) cantan gol, gol, gol, por todos los medios a su alcance, radio, televisión y hojas impresas que han llegado a ser denominados periódicos. Parece mentira que una palabra tan corta me produzca unos estragos mentales tan nefastos. La única explicación posible a mi desapego es que no soy de aquí.