¿A qué va a Venecia, pongamos por caso, un carnicero chino mandarín vestido con un enorme pololo corto, fruncido como un pañal, un sombrero de tela, unas sandalias de cuero plástico, con la etiqueta del precio, unos calcetines de plexiglás, una cámara fotográfica colgada del cuello como si fuese un cencerro, bajando de un rascacielos flotante atracado encima del Rialto, si no es a admirar la Belleza Pura, la Belleza Santa? Stendhal era feo, un poco jorobado, como Chateaubriand, como Huang Kun el carnicero exmaoista taoísta. Stendhal entraba desnudo en los palcos de la Ópera de Milán y nadie reparaba, nadie volvía hacia él sus dulces ojos de plata, ninguna niña de quince años se podía creer lo que veía. Nadie repara en Huang, el carnicero chino, ¿o era de Wisconsin?, cuando cruza a trompicones el Puente de los Suspiros, echando de menos el olor de los patos colgados de los ganchos en su carnicería de Pekín. “Si esto es Roma, mañana es viernes”. Se confunde de fuente y arroja al agua del canal unas monedas hexagonales: “Que se cumpla tu deseo, extranjero. Lo que fue vuelva a ser, la Ruta de las Especias se abra de nuevo como la flor del azafrán y pase por debajo de los sobacos sudados de las pekinesas redondas y pulcras como jade con lejía”. Una galleta china indescifrable. Un oráculo del todo a cien recibido en el teléfono.
Enhorabuena, le ha tocado el Gordo.
Sobre las cúpulas de San Marcos asoma la chimenea, inclinada como la torre de Pisa, del paquebote-crucero de las Líneas Marítimas Mediterráneas, un gran falo humeante que poluciona en la noche un semen gris que descenderá sobre la sábana/paraguas de la guía gorda; lluvia de Zeus sobre una Dánae pecosa y rubia de bote; lluvia dorada sobre los millones de turistas que se tumban de pié, a la Bartola, rodeados de góndolas, gondoleros, italianos, italianeros, palominas y palomeros. La luz permanece pura dentro de la neblina celestial en el lienzo del Canaletto, pero allá abajo el agua putrefacta del Gran Canal redondea las pantorrillas de las turistas impasibles, lecheras o secas, y les va lamiendo los tobillos, como si los tuviesen engarzados con los grilletes con diamantes del Casanova en la prisión de la Inquisición. Excitante. Erótico. Venecia ya se ha hecho carne picada de lasaña y habita en los cielos, reflejada en el espejismo de su laguna. El tendero ha vuelto a embarcar, ha perdido la memoria, no sabe en dónde ha estado, no reconoce a su esposa, que se había quedado vomitando el mareo en el camarote/cabina clase turista, y él ve pasar por su ojo de buey la iglesia de Santa María della Salute: le parece una pagoda tallada en un colmillo y estampada en un cortauñas fabricado en un taller ilegal de Shanghái: es el Síndrome Huang Kun, ese hombrecillo que ya duerme como un bendito arrullado por las olas, rumbo al puerto de Barcelona, próxima parada en el largo regreso a casa por la Ruta de la Seda Global.