El payaso es un hombre serio. Lo han dicho hasta en el Concilio. Tan serio que, para hacer reír, tenía que recortar las perneras de los pantalones, ponerse una narizota encima de la suya y calzar unos zapatos enormes y unos calcetines de rayas amarillas, una chaqueta rota, una flor en el sombrero: un mendigo libre, ingenuo y alegre. El polichinela no es el payaso, es el hidalgo engolado que hemos heredado de los Siglos de Oro, es el burgués circunspecto y hueco, seguro de sí mismo que, en su ignorancia, se cree un sabio profundo. A los niños no nos cae bien. El payaso verdadero ya solo sobrevive en unos pocos espectáculos, entre candilejas, en el circo y alguna taberna. Por la calle queda el otro, el falso, el extravagante, con una ropa caradura, rota en pedazos estratégicos, de diseño seudo proletario, unos pantalones cortos a cuadros desvaídos, una camiseta de asas palabra de honor, unas pulseritas de colores contra la discriminación por razón de olor en el sobaco, una visera de propaganda, un tatuaje “Dios en mi camino”, unas chanclas de bañera y palangana y unas lorzas asomando, sin atreverse a suicidarse, nardos de sebo a la cadera. Ellas, a veces, se complementan con unos pantalones de licra cuya resistencia ha sido puesta a prueba en la fábrica de longanizas El Acueducto de Trajano. Pero éstos no hacen gracias ni las dan, dan pena, y se acaba por llorar, muchas veces se camuflan en respetables golfos, van de incógnito detrás de unas gafas de espejo. Solo les falta hablar.
No voy a decir que hoy en día también otros payasos falsos deambulan por los miles de parlamentos, corralas de la Pacheca de políticos. No lo digo porque ya aburre el tema, es demasiado evidente, triste y deprimente. La mayor parte aplasta el culo contra el escaño como los payasos verdaderos aplastan la cara contra la tarta de merengue. Hay días en que parece que lo que tienen apoyado en el asiento es la faz mientras levantan el trasero para expeler discursos. Gimnasia facial, yoga de comisión. Póngale una corbata a un culo, y sus borborigmos serán el estado de la nación. Pedos, con perdón, y prebendas. En algunos plenos de ayuntamiento o diputación no se sabe muy bien de qué Playmobil se ha escapado alguno, son intercambiables, no hablan, y como en esas ceremonias religiosas interminables de las que queremos salir a mear y miramos al cielo alelados, se les nota en la cara que su cerebro es tan vasto y extenso como el desierto del Sahara. Ni siquiera colocándoles una nariz roja con una goma elástica haría que pudiésemos confiar en ellos.
Hacer el payaso es fácil. Hacerlo bien, difícil, como todas las especialidades, y esta especie autóctona está en peligro de extinción por la competencia del cangrejo americano que se adapta a todos los hábitats y procrea con fruición, hace las tonterías más inverosímiles colgándose después en internet, y en su familia lo adoran, trae la vergüenza a casa y eso ya es lo más. Chachi, tío. Si quiero tomarme una tapa y una cerveza bien fría prefiero a los otros, a los payasos verdaderos, por lo menos con ellos se puede hablar de pesca. A este paso para echar unas risas con alguien apropiado habrá que encerrarse en el confesonario a ver videos antiguos de Fofó y Charlie Rivel, que lloraban como los ángeles. Antídotos y chubasqueros contra este temporal de payasos que no hacen ninguna gracia y me ponen enfermo del hígado.