Confieso con un poco de miedo que me tiene alumbrado el asunto éste de la nueva cocina y los nuevos cocineros. Me gusta comer, pero me escondo detrás de la puerta para zamparme un vulgar bocadillo, un sencillo bocadillo al estilo Carpanta, con un trozo de pan por un lado, un trozo de pan por el otro y en medio unas lonchas de jamón serrano o unas sardinas en conserva, sin lata. Desde que la cocina se cocina en el Ministerio de Cultura el rancho de los pobres ha descendido a la categoría de lo pintoresco, y lo que se lleva el plato al agua es el cuadro de Miró, paisaje marino al atardecer mirando al mar soñé, acompañado con un salmón fumao en salsilla de alga de alcaparras Neptuno. Ay, dónde habrán quedado los riñones al jerez y los chocos en su tinta del Pingallo de mi infancia, preparados por aquel cocinero ictérico, que bien pudiera ser chino por su maestría milenaria. Del otro lado de esa puerta está la cocina rápida de aquí te pillo aquí te mato, cocina caníbal y psicopática que convierte a las vacas en pollos y a los refrescos en trompetas del Apocalipsis. Pero de eso no voy a decir nada, hoy. Hoy quisiera hablar de la nueva cocina que produce humo con carbono 14 y encierra en un soplete de Pandora una tortilla de Cacheiras, que después surge por la boquilla, airada e inconsútil, y se posa sobre el plato como el genio cabreado del gran Simbad el marino. Y sobre todo quería decir de algunos cocineros que se dan tanto pisto que quisieran ser ellos los comidos, como si fuesen Jesucristo en la Eucaristía. Hablan de las criadillas de cordero, acercándose a ellas cuál augures que interpretan el futuro del Imperio en las vísceras oscuras de un pobre mirlo cantor destripado. Por eso, me digo, los políticos tienen tanta tendencia a acercarse a ellos. ¿Maestro, volveré a ser elegido en las Próximas, o se me acabará el chollo antes de llenar la andorga? Y, mientras tanto, pagando la plusvalía, esa piedra marxista que le entra en los zapatos de los malos gobernantes: el hortelano vende un kilo de pimientos a cuarenta céntimos y en Mi Restaurante me cobran setenta euros por unos pimientos asados en leña de bosque gallego oreado por la brisa atlántica. Deliciosos, eminencia.
También me hace levitar ese afán por colocar en el plato una hojita de lechuga, ayudados de unas largas pinzas de depilar, de caoba, que parecen que van a castrar una mosca. Y por último, dicen, para darle gracia divina, un toque de verde sobre el siena tostado de la reducción de Pedro Ximénez. Se quedan embelesados ante el cuadro de Mantegna. Y, digo yo, ¿eso no estará ya muy frio para que se pueda comer?
Pero lo que me molesta más de algunos es su despotismo, su mala educación y su egolatría. Los veo por televisión, contorsionándose como lady Gagá. Hay uno de estos pájaros, en concreto uno cargado de chapas, como el fulano de la lotería de Navidad, que trata a sus ayudantes con unas malas formas que rayan lo obsceno. Sin necesidad, castiga a aquellos pobres aprendices, de palabra obra y omisión, y ellos se quedan agachados, esperando la decapitación, porque el chocolate para la liebre está pasado un grado Celsius de temperatura.
En fin, hay grandes cocineros, no solo por tamaño. Buenos, generosos, simpáticos, serios, innovadores sin tanto bombo, que dan de comer bien, que es lo suyo. Pero todos estos artistas que firman en el plato con una botellita de plástico, pensando en Velázquez a la hora de dar la última pincelada de las Meninas, me revientan. Y encima quieren que orgasmemos cuando pagamos la cuenta.