El país en donde el arte por el arte es un arte es Francia. El ejemplo del arte puro, sin consecuencias, sin causa y sin efecto, es la Torre Eiffel. Cuando se construye la Torre nadie sabía muy bien para que podía servir aquello. La verdad era que no serviría para nada más que para pesar sobre la tierra en la que se apoyaba. La Torre Eiffel parece una jirafa abierta de patas intentando comerse las hojas más tiernas de las acacias de los Campos Elíseos. Las jirafas tampoco sirven para nada a no ser las de peluche, que sirven para limpiar las babas de algunos bebes afortunados. En mi casa hubo una jirafa de trapo que llegó de regalo con los puntos del Spar, que se pegaban en una libreta. Somos. Pocos. A. Robar. Decíamos los niños del siglo de las siglas. Pero no es cierto. Somos Muchos. Tenía un cascabel, aunque ahora no sé decir si lo que tenía cascabel era la jirafa o el perro, que vino también con el Spar; y un plato, y un búcaro. Los parisinos y sus visitantes más conspicuos veían subir la altura de la torre Eiffel, con la misma fe que los habitantes de Babel veían subir la suya, dando vueltas sobre sí misma, sin llegar a ninguna conclusión; y allí, en Babel, fue donde nació la Sociedad de Naciones, la ONU, que no sirve para nada más que para que se entiendan entre si los traductores simultáneos; y para desembarazarse de políticos inútiles, que den paso a otros, tanto o más inútiles que ellos. La Torre de Babel es el símbolo de la incomprensión entre los hombres, y la Torre Eiffel es el símbolo simbolista de París. Cuando estuvo acabada, los franceses miraron para arriba y la encontraron hermosa, pero a todos les surgió en la mente la idea de qué coño iban a hacer con aquella jirafa atornillada, así que le fueron poniendo adornos aun más inútiles, aditamentos para lámparas de mesita de noche. La Torre Eiffel es la piedra de abalar de los parisinos . Cuando se pasa por debajo, cura el dolor de riñones y abre el apetito. El primero de los apósitos fue el restaurante. El restaurante más cursi de Paris, o eso dicen algunos. También le colocaron una bandera y una antena para retransmitir las noticias de la Francia Libre, que no retransmitió nada porque Francia se echó en manos del fascismo y del jansenismo, que se curan ambos con vino de Burdeos.
Francia es el pueblo más civilizado y la India es el más indio y el más sagrado. La China el más antiguo. La China nos sobrevivirá a todos porque trabaja el hígado de la humanidad, como Cassius Clay trabajaba el hígado de sus rivales, a golpes. París no es Francia, Paris no es ninguna fiesta. Comedores de queso, bebedores de pastis, ciclistas por las avenidas, cargadores de reses sin vísceras, cajas de ostras tailandesas y peruanas, cajas de vísceras con trufa, judíos, moros y cristianos, pasan todos los días por la aduana de esa señora encabalgada y paticorta que se refleja en todas las puertas de los frigoríficos del mundo. Un señor vestido de murciélago se arroja desde sus alturas con la insana intención de volar. No vuela, cae en picado y sus alas postizas quedan desfallecidas al lado del agujero, como un paraguas desvencijado por la tormenta. En el suelo queda un agujero de varios centímetros al lado de otro hoyo del último suicida. Si esto ocurriera en Ourense, donde también tenemos una Torre, el Ayuntamiento mandaría a los herederos una multa por causar desperfectos en el mobiliario urbano. Los parisinos mandaron una corona de flores al entierro. Y también mandan flores a los entierros de los suicidas simbolistas de la Torre Eiffel. Baudelaire se cruza con la comitiva y piensa que esa corona un poco mustia viene prestada de otro funeral. Es una corona hecha con las flores, que ya no son tan malditas, pero siguen siendo tan bellas cuando se sueltan la cinta y quedan esparcidas sobre las losas marmóreas, como una amante que se soltó el pelo y quedó desnuda para siempre en la losa fría de nuestra memoria. Torre Eiffel y rosas, la belleza de lo inútil, la inutilidad de lo hermoso.