Uno tiene ya demasiados años y demasiadas desilusiones encima como para no pensar que exista una confabulación mundial contra Galicia y los gallegos, nacida en las covachuelas del FMI y del partido del señor Burns. Dejando de lado todos los agravios a los que hemos sido sometidos como pueblo brumoroso y placidescente desde que los romanos trajeron aquí sus togas y sus reumas, no cabe duda de que ahora nos han dado el golpe casi definitivo, del que quizá ya no podremos levantarnos. Aun queda una cierta esperanza, pero mucho me temo que también ésta acabará por ser sacudida por el cataclismo insidioso de la economía globalizada. Hasta ayer mismo a los gallegos nos quedaban dos elementos primordiales de la tabla periódica. A saber, el pulpo y la leche; es decir, el pulpo á feira y la Vía Láctea de las vacas, que discurre por el firmamento desde Francia hasta Fisterra, y que tiene su campo de aterrizaje en la verde tumba del apóstol Santiago, nuestro antiguo socio protector, recientemente emigrado a la City londinense.
El precio de la leche mal que bien se va manteniendo para que los ganaderos no se mueran completamente de hambre y sus vacas puedan seguir rumiando y produciendo. Es la táctica de los propietarios de esclavos que, con unos gastos mínimos, les van sacando la sangre para recuperar lo que pagaron por ellos. Así se puede ir tirando. Pero el escandaloso precio de la ración de pulpo traerá la decadencia definitiva a este país. Un pueblo triste cae en la desidia, y se echará ya para siempre en los brazos de la modernidad y la globalización macarra. El último reducto de la Galicia imaginaria, que es decir la verdadera y única, se encontraba en los pueblos y aldeas que están sembrados entre el monte y el mar. Y si hay algo que vertebra a la Galicia rural son las pulpeiras. Si no hay pulpeira no hay feira, y si no hay feria se acabó el día, se acabó la romería, no queda sino ir a cobrar la pensión en el cajero automático, y después, con la pena a cuestas, de vuelta a la rutina de la tensión alta, el colesterol descontrolado, los dolores de huesos y las fotos de los hijos y de los nietos con nombres impronunciables.
Además de la morriña, de la retranca y de la escalera horizontal, la genética de los gallegos tiene un elemento químico que hay que renovar periódicamente para que el árbol no se muera: el pulpo. Mientras hierro, potasio y magnesio y otras vitaminas los vamos tomando y sintetizando a base de caldo de berza y churrasco, el pulpo tenemos que tomarlo directamente del plato de madera, no nos lo fabrica el cuerpo, y su carencia produce unos efectos físicos y psíquicos perniciosos. Las pulpeiras verdaderas, vocacionales, pacientes, son unas magníficas psicoanalistas. Mientras esperamos a que nos rieguen las tajadas con aceite y pimentón, mientras vemos como las tijeras producen un cuadro tan bello como el Tondo Doni, vamos escuchando nuestras conocidas historias y las historias de nuestros vecinos, en una charla incesante y circular que nos cura de miedos y complejos: la verdad os hará libres.
Por todo esto, a los políticos que quieran ganar las próximas elecciones, sean estas las que sean, me voy a permitir aconsejarles lo siguiente: subvencionen la ración de pulpo. Su triunfo sería aplastante, apabullante, incontrovertible, telúrico. Nunca, desde la Operación Bulleiro, el paisano gallego les estaría tan agradecido.
Mucho me temo que mi consejo caerá en saco roto, y que estos mismos políticos sordos se irán todos juntos en misión comercial a comer el pulpo a la Feria de las Vanidades de Nueva York, o de Milán, o de Londres, en donde unos cocineros samurais minimalistas les untarán el ansiado cefalópodo con un espurio aceite que también sirve para engrasar la maquinaria de fabricar billetes y la de aplastar pueblos quejumbrosos y reumáticos, pueblos decadentes y apáticos, como el gallego. Estamos perdidos si alguien no lo remedia. Con el pulpo a este precio nos han robado el alma.