Por fin se va arreglando lo de la sanidad universal. Han empezado por unos pocos, como debe ser. Con una batería de medidas, que los entendidos califican de estructurales, han conseguido arreglar la sanidad de las familias de los que se llevan las concesiones públicas: Hijos, abuelos, cuñados, esposos y esposas de los adjudicatarios, cuando tengan algún problema de salud ya no tendrán que acudir a los hospitales públicos. Se podrán pagar unos servicios privados que les garanticen que pueden curarse sin tener que esperar a estar muertos. Mis Queridos Responsables acabarán por tener la imaginativa y definitiva idea de colocar un quirófano en el cementerio; todos los MIR serán forenses. Así borrarán de una vez para siempre las malditas listas de espera, que tanto trabajo nos dan, que tantos quebraderos de cabeza nos están causando. Ya no habrá que esperar para que lo operen a uno, siempre nos operarán a tiempo. Qué manía tiene la gente común de ir al médico por un bultito de nada. Poco a poco le vamos a ir quitando la manía mientras le crece el bulto. Todos los MIR serán psiquiatras.
He tenido que ir al médico. Voy poco, pero indudablemente siempre es demasiado. Con lo último que me he encontrado es que, además de pedir la correspondiente cita telefónica que me ha dado un hombre de amabilidad patriarcal, he tenido que fichar en una máquina que expele una tos nerviosa acompañada de un papelillo que viene a decir lo mismo que el señor de carne y hueso. Es el precio a pagar a alguien ( acuérdense de hijos, abuelos, esposos, esposas, y amantes) por el progreso y la robotización de las conciencias. Una vez en la sala de espera he tenido que estar atento a unas preciosas pantallas de plasma no sanguíneo, en las que lo único que entendía era la traducción al lenguaje de sordomudos. Estaba esperando un anuncio de alguna isla paradisíaca a la que poder acudir con el próximo viaje del Inserso y casi se me pasa el turno. Una sirena en biquini, ay sueños míos, atronó como para despertar a un Dionisio borracho.
El trato con el médico, irreprochable, como siempre. No en vano conoce mi hipocondría. Cuando le comenté lo de los nuevos artilugios me contestó con un gesto que podía significar cualquier cosa, ya se sabe que los médicos escriben unas recetas y hacen unos gestos indescifrables. Por la mirada que elevó al cielo raso quise entender que las paredes oían, pero también podía querer decir que era mejor que empezase a rezar. No sé.
Espero tardar mucho tiempo en volver a visitar a mi doctor preferido y familiar, pero estoy seguro de que cuando vuelva, detrás del mostrador de recepción ya no habrá nadie; las telarañas y el abandono lo invadirán todo, el empleado de Stephen King, concesionario de la limpieza, arrastrará una inmensa escoba por el desolado pasillo de pediatría, y después de sacar mi papeleta/cita en la máquina expendedora, ésta me mandará a la cabina de Zoltar el Mago, que, a cambio de mi tarjeta sanitaria, y tras una escalofriante carcajada, me convidará a una galleta china de plástico, en cuyo interior un papelito dirá lo siguiente: ” No parece usted muy enfermo, pero si quiere que su futuro deje de ser tan negro hágase un seguro privado, imbécil”.