Me ocurrió algo sorprendente. Yo, los libros de cuentos los empiezo siempre por el último, y voy avanzando a cucharadas hacia el principio. Es una vieja manía, una vieja costumbre, que no me ha dado ni más ni menos alegrías que el método del misionero de practicar el sexo de los libros, de principio a fin, yo arriba, el cuento abajo. Hago lo mismo con el periódico, así nombrado diario. Empiezo siempre por el horóscopo. Eso me da las fuerzas necesarias para continuar sonámbulo, merodeando como un mendigo entre restos de noticias, titulares, medio titulares, reservas y no convocados. Con la garantía de un corto porvenir amoroso bien consolidado, en el que mis asuntos sentimentales se han puesto en claro, ya puedo ir haciendo frente a las opiniones ajenas, a los sermones dominicales y a las noticias de agencia de calificación de solvencia. Pues bien, compré un libro de cuentos en Tanco. Más que cuentos eran unas crónicas cotidianas, exageradas, hilarantes a veces, poéticas y dulces otras. En contra de mis principios empecé por la primera. La número 1 y la 2 las leí ya dentro de la librería, como el que se come el pastel dentro de la pastelería, porque no se aguanta de goloso, y a casa solo llegan once cañas rellenas, de un total de docena y media. Gâteau encerrado. A mí las librerías me parecen exposiciones de libras de chocolate. Siempre me voy directamente al chocolate con almendras, dejo para después el chocolate con leche, y prescindo casi siempre del chocolate 100 % puro porque me parece una estafa, no hay nada tan puro en una librería, ni en ningún sitio de este mundo. Soy un goloso ascético. Los anaqueles y los expositores me parecen estar llenos de perfectos paralelepípedos de chocolates del mundo, envueltos en unos atractivos papeles de oro y plata que, a veces, como en los supermercados alguien ha deshonrado con un mordisco furtivo. Siento el mismo placentero estímulo con respecto a las letras que se encadenan en los espacios intercostales de las páginas. Esos tatuajes que lo dicen todo de quien se atreve a darles viento. Leí la 1 y después la 2, como un buen chico, educado en la disciplina de seis años en el internado de los Salesianos. Ni siquiera me despeiné. Me miré en el espejo del escaparate y no me reconocí. Pero llegué a casa y cuando volví a Juan Villoro ya me fui directamente al final y de ahí para atrás, como Groucho, como Antonio, como un bailarín sobre hielo. Poco a poco fui sacando la tierra de la mina en las viejas vagonetas de siempre, sobre los retorcidos rieles. Un capítulo tras otro, como un cangrejo, me fui acercando al final, es decir, al principio. Y aquí viene el extraño, misterioso suceso. No fui capaz de encontrar ninguno de los capítulos que había leído en la bombonería Tanco. Ni rastro ¿Que había pasado? No encuentro explicación plausible, diría la tertulia rancia de la radio manteca. Aun no ando mal de la cabeza, aunque sigo sin poder sentarla. La única interpretación absolutamente racional que se me ocurre es que si uno en el supermercado se come el chocolate mientras va a buscar el vino para la cena, y la mantequilla para lo que sea, y la bolsa de naranjas sudafricanas, arrastrando a duras penas el carrito de la compra, premonición del próximo andador, no puede pedir que, al llegar a casa, la libra de chocolate, que ha pagado en caja sufriendo el desprecio de la cajera, se haya milagrosamente regenerado. Siempre le faltará el trozo que delata la marca culpable de los ávidos dientes.