Leo, buena parte de la noche, y en el invierno voy al sur.
-T. S. Elliot, La tierra baldía–
Estuve releyendo por las noches La celda de Próspero, el diario-guía de viaje en el que Lawrence Durrell recreó algunos episodios de su vida en Corfú, la mayor de las islas griegas del Jónico, en la que vivió con su mujer y su familia entre 1935 y 1941. Confieso que no fue inocente o producto del azar la elección de un libro que sabía o presentía iba despertar los recuerdos de algunos momentos agradables de mi juventud, aunque ésta no tuviese mucho que ver con la de Durrell, uno más de la tribu de escritores británicos que desde Byron, Percy y Mary Shelley hasta Stevenson, Patrick Leight Fermor o Bruce Chatwin, abandonaron su patria -la «tumba verde»- para refugiarse en el Mediterráneo o viajar cual errabundos sin sosiego. No acostumbro a recrearme en la nostalgia, incluso evito volver a los lugares donde mi memoria infiel me dice que fui feliz, pero cómo no caer en la tentación de acudir al pasado para tratar de alejarse durante unas horas de esta primavera insólita y un tanto kafkiana que nos toca vivir.
El diario de Durrell, escrito en Alejandría después de haber abandonado Corfú a raíz de la invasión alemana de Grecia, es pródigo en episodios en los que muestra su asombro al descubrir el paisaje y la geografía mítica de una isla por entonces ajena al fenómeno del turismo de masas, al hablar de los usos y costumbres de sus habitantes y de sus personajes más curiosos, o aquellos otros en los que relata los momentos inesperados y alegres compartidos con su mujer, su familia o sus amigos. Seguro que algunos de nosotros, por lo menos así lo fue en el caso de buena parte de los nosotros con los que he compartido amistad, también tuvimos en algún momento de nuestras vidas una celda de Próspero, una especie de refugio temporal en donde aislarnos de esa herrumbre cotidiana que oxida la vida. Mi celda particular, durante los veranos de mi juventud, estuvo en la ría de Noia y Muros, con límites en los arenales de Corrubedo y O Vilar y la sierra del Barbanza por un lado, y los montes de Paxareiras y O Pindo y el arenal de Carnota por el otro. Y como referentes mayores, la silueta bichepuda de Monte Louro, la laguna de As Xarfas, la playa de Area Maior y una casita humilde y alargada de planta baja, próxima a la antigua Colegiata de Santa María do Campo, que asomaba desde un alto a la ría. En aquello años, eran pocos los veraneantes y los turistas no pasaban de unos cuantos ingleses y alemanes. Ayudaban al aislamiento, la escasez de servicios de hostelería y las carreteras estrechas y sobradas de curvas -lo tenía claro mi querido y risueño Germán, un lugareño que apreciaba la tranquilidad de la zona porque se pasaba el día viajando en coche por Galicia: «En cuanto arreglen la carretera, adiós al paraíso». Fugado durante unos meses de esa tumba de piedra que fue desde su origen Compostela y liberado del día a día pautado por el reloj y el trabajo, allí pude dedicarme a disfrutar de todas esas cosas que, acuciados por el tiempo, el afán y la acción, solemos tachar de inútiles. Ya saben, el «Yo conchas y caracoles / Entre la menuda arena» que cantó Góngora en su famosa letrilla, y tareas semejantes que no requieren de la ansiedad y la fatiga, sino del sosiego y la holganza. He de confesar con tristeza que en aquel pequeño rincón del Atlántico fui feliz. Cierto que carecía de la grandeza histórica, literaria y artística del Mediterráneo milenario, pero como cuenta la escritora argentina María Gaínza (El nervio óptico. Barcelona: Anagrama, 2017) que decía Cézanne: «Lo grandioso acaba por cansar. Hay montañas que, cuando uno está delante, te hacen gritar ¡me cago en Dios! Pero para el día a día con un simple cerro hay de sobra». Y a mí me llegaba con Monte Louro.
Hubo más celdas en mi vida, algunas de ellas agradables e incluso más febriles y apasionadas, pero ninguna dejó en la memoria de mi piel la alegría, la luz, la gracia y el sabor a salitre de aquellos lejanos veranos. Recuerdo que por entonces leía buena parte de la noche y soñaba con viajar en invierno al sur y vagabundear por toda la cuenca del Mediterráneo. No llegué a hacerlo. Sigo leyendo por las noches y a veces sueño con perderme en un sur inexistente mientras continúo varado en esta tumba de piedra.