Ayer, 28 de agosto, se celebró La Tomatina de Buñol, fiesta de interés turístico internacional desde 2002. Buñol es un ayuntamiento valenciano de casi 10.000 habitantes, con una deuda municipal de 4,1 millones de euros y que cuenta en la actualidad con un gobierno tripartito de izquierdas (Esquerra Unida, Partido Socialista e Izquierda Alternativa). La fiesta, que tuvo su origen en el franquismo, consiste en arrojar unos 130.000 kilos de tomates –imagino que maduritos- desde seis camiones a una multitud, mayormente jóvenes entre 18 y 30 años, que se congrega a su alrededor durante un recorrido de unos 400 metros y un tiempo estimado de 1 hora. Este año, el gobierno municipal ha decidido racionalizar el festejo: limitar el número de asistentes a 20.000 (la mitad de los que se calcula asistieron en 2012): 5.000 del ayuntamiento y 15.000 foráneos (de 60 nacionalidades, entre las que destacan por su número australianos, japoneses y británicos), y cobrar una entrada de 10 euros solamente a los foráneos. Los que se quieran subir a los camiones y arrojar tomates –hasta el pasado año privilegio de los vecinos del pueblo- deberán pagar 750 euros. La inversión del Consistorio en la fiesta alcanza este año los 140.000 euros y el impacto económico sobre la economía municipal dicen que llegará a los 300.000.
Hasta aquí los datos, que he tomado de las páginas de El País en estos últimos días, de las páginas de cultura. Y es que La Tomatina, al igual que otras fiestas similares (la del agua en Vilagarcía, la del monte de Santa Trega, etc.), son fenómenos tan culturales como los cursos de verano o los conciertos y espectáculos variados que se celebran en las calles, plazas o recintos de nuestras villas y ciudades. Forman parte de la cultura de masas, la cultura espectáculo, la hegemónica a día de hoy y, si las circunstancias no cambian, parece que por mucho tiempo. La Tomatina, además, con su carácter de catarsis colectiva, está emparentada con otros fenómenos culturales masivos, como los conciertos y festivales de pop y rock, las tamborradas de la Semana Santa, algunos partidos de fútbol o las actuaciones públicas del papa (más de un millón de jóvenes asistieron a la última, en la playa de Copacabana, en Río de Janeiro). No es sólo la gran industria privada del ocio la que impulsa la cultura espectáculo, también participa el Estado, que debe atender al entretenimiento y diversión de las masas. Por citar dos ejemplos locales: las actividades culturales nocturnas que programó hace unos años el ayuntamiento de Santiago para tratar de apartar a los jóvenes del consumo de alcohol y una de las últimas programaciones de La Ciudad de la Cultura, un espectáculo al aire libre para todos los públicos que se anunció a toda página en la prensa local, animando a los papás compostelanos a subir con sus hijos al nuevo monte del Gozo, el Gaíás.
Divertirse se ha convertido casi en una obligación en nuestras sociedades. Si no sonríes te preguntan si estás enfermo. Si permaneces tranquilo en tu casa o te limitas a pasear por tu barrio te tildan de aburrido. Si no sales ahí afuera en busca de diversión parece que te estás perdiendo algo. Ya sabes que si estás triste y desganado lo que te queda es ir a emborracharte y a contar tus penas al bar, al amigo de turno o al primero que se deje, o acudir al médico de cabecera o al psiquiatra para que te recete un antidepresivo o un ansiolítico de última generación. Cualquier cosa vale con tal de no tensar los nervios del alma, cualquier sucedáneo sirve para no enfrentarse al conflicto existencial.