Pasé por el Parque a las nueve y treinta de la mañana y me sentí muy sólo. No me crucé ni con un gato. ¿Dónde está la gente? Nadie. Es reflejo de muy poca actividad. No me salen las cuentas, ¿de qué vive Ourense? ¡Ah, sí!, de los jubilados -estos no madrugan- y poco más. El comercio y los profesionales de distintas actividades se extinguen como dinosaurios en una economía nueva. Sus sustitutos viven al otro lado del teléfono o internet, se mueve el dinero a través de Amazón o comprando en las páginas web. El Parque que conozco de toda mi vida hoy lo vi triste y solitario, y no por la falta de niños que lógicamente están en los colegios, sino porque no hay ni un perdido peatón buscando el atajo de Cardenal Quevedo al Paseo. Cuánta añoranza de la vida vivida en este espacio.
Añoranza me trajo Adela. Después de sesenta años, 60 años nada menos, me reencontré con esta mujer que fue enfermera en el sanatorio de mi padre. Durante cinco años, que cubrieron mis cumpleaños de los cuatro a los nueve de edad, vivió muy cerca de mi familia, hasta que se enamoró de un paciente ingresado y se marchó a Riós. Me comentó que me recordaba llorando bastante, según ella por mis hermanos que, según ella, alguno me daba para rabiar. Yo no recuerdo ni tengo ningún trauma, pero si lo dice Adela es que será. A ver si olvidé muchas cosas de esta tierna infancia precisamente para superar alguna mala circunstancia. La verdad es que es imposible recordar tan atrás y ya importa un carajo, lo que importa es volverse a encontrar dos personas tras sesenta años sin saber uno de otro na de ná.