Harruson Ford aparcó el caballo eléctrico en la zona azul, se bajó parsimoniosamente, se sacudió el polvo y miró con detenimiento la pezuña, un tanto rozada por las piedras, de su montura. Un gesto de contrariedad se reflejó en su adusto rostro de jinete del desierto sideral. “A ver donde encuentro yo a estas horas y en este pueblo de mala muerte un taller que me rellene con hidrógeno verde la cápsula de la pata del bicho”, se dijo a sí mismo en un pensamiento que chirriaba detrás de su frente sudorosa y fría de polímero acerado. Miró oteando a ambos lados, era un atardecer rojizo y, hasta donde alcanzaba la vista, no había un alma en toda la calle, que se perdía a lo lejos en un brumoso horizonte de edificaciones grises y desconchadas. Se oía muy lejano el murmullo ronco de la catarata del Lonia desbocándose contra el Miño. Aparcada contra la pared una Harley Davison con deslizadores de seda esperaba el retorno de su dueña, bostezando de aburrimiento. En el convento de monjas que estaba enfrente, tan sólo una ventana emitía un pálido reflejo de luz, la misma ventana tras la que sor Ana de Mendoza a esas horas estudiaba concienzudamente la obra del Marqués de Sade para una tesis doctoral a presentar en el próximo congreso de especialistas en ecumenismo sexual que se desarrollaría en el Vaticano entre el diez de mayo y el veinte de junio del año próximo y que, ahora lo sabemos porque nosotros lo sabemos todo, le serviría para su catapulta al cardenalato o, como se decía antaño, a la purpura cardenalicia. Sor Ana de Mendoza era tuerta y le costaba mucho concentrarse en la pantalla de la bola de cristal lunar en la que estudiaba, por lo que salió a la ventana de su celda a tomar un poco de aire y fumar un pito y fue cuando vio a Ford delante de la taberna salón “El Cercano”. Le gustó el hombre pero odiaba a los borrachos trasnochadores buscadores de amor sincero y él lo parecía. Escribiría otra carta pluma al secretario del ayuntamiento, Escobedo, para quejarse de la actividad filantrópica que se desarrollaba en aquel antro trasnochado y arcaizante, covachuela de confabuladores antisistema y viejos verdes y rojos como banderas de Españailló. Allí iba a parar lo peorcito de la ciudad de Aceagua. Se iban a enterar. Harruson Ford vio la figura recortada en la ventana por una luz indefinida entre pálido reflejo de la deidad y turbio polvo de santidad. Hacía tiempo que no veía una monja, pero el observar el parche en el ojo le rebajó en cierta medida su apetito erótico aunque no totalmente, no en vano llevaba más de un mes vagando y cabalgando por el desierto, sin mojar ni gota. “Tal vez más tarde”, pensó con la entrepierna, de donde surgió, como en un frenazo brusco de un monopatín nuclear, un chirrido de palancas a medio engrasar, amén del ruido de un estómago que no había comido nada desde hacía por lo menos tres días, cuando tuvo que conformarse con una ensalada de cactus mariano con borraja, aderezada con vinagre balsámico de uva de Corinto, en un restaurante de carretera propiedad del juez roy bean que se había decidido por la nueva cuisine en su menú del día, dejando de lado, por lo palurdo que resultaban, los callos con garbanzos, la ensaladilla rusa y la milanesa con patatas, glorias de los viejos tiempos que habían desaparecido de casi todos los fogones de las autopistas galácticas. También tenía hambre de comer. Resignado y decepcionado por el futuro erótico gastronómico que le esperaba, Ford se acercó a la puerta de “El Cercano”, adonde había sido enviado por su contacto habitual en los bajos fondos de la Tercera Luna de Benavente. Una luz roja en el umbral ponía en el ambiente una dudosa catadura que se reflejaba en las losas del suelo con un círculo de claridad luciferina. El negocio parecía cerrado a cal y canto y ningún sonido escapaba del interior. Se acercó a la puerta y con las dos manos a manera de visera oteó el interior a través de un resquicio del cristal sucio de polvo y falta de limpieza. Lo que vio le gustó bastante, así que con los nudillos desnudillos aporreó la puerta. Un ujier con uniforme de chofer y gorra de almirante ebrio abrió una mínima rendija a través de la que asomó una roja nariz husmeante de cosaco borrachín exiliado de la guerra de Ucrania, antiguo príncipe de Novgorov venido a menos y al que no volveremos a ver hasta dentro de un momento y después perderemos de vista definitivamente. Desde dentro del local huyó al exterior un murmullo de voces apagadas y de un jazz clásico tan pasado de moda y contrabajo que no pudo evitar otro rictus de amargura. ”¿Es usted socio?”, le preguntó el portero de noche. “Soy Harruson Ford”. “Por favor espere aquí un momento”. La puerta volvió a cerrarse. Pasaron unos interminables minutos interminables segundos durante los que el jinete cansado se comió dos uñas. La monja tuerta seguía con aparente interés todo el desarrollo de la escena persiguiendo la acción desde su atalaya privilegiada con su único ojo de observadora parlamentaria sobre el que había colocado un catalejo marinero de vigilante de patio de educación primaria de un colegio de frznciscanas. La puerta se volvió a abrir, esta vez de una forma más bostezante, y el portero dijo “pase”, como podía haber dicho “váyase, amigo” y esto se hubiera acabado aquí. Harruson Ford cruzó el umbral. En el primer momento la penumbra del local le impidió captar de un solo vistazo todo el conjunto, pero poco a poco la adaptación pupilar hizo que se sintiera dueño de una situación conocida, la de un café salón con sus parroquianos habituales, sentados a las mesas o, cabalgando taburetes flotantes, acodados sin más en la brillante barra de níquel cromo vanadio que atravesaba un lateral hasta las inmediaciones de unas puertas que Ford supuso accedían a las entrañas del lugar, váteres incluidos. Apoyados en la barra, de animada charla con las camareras siamesas, Harruson Ford reconoció a dos de los más famosos caza recompensas del noroeste , “El Santiago” y “El Montero”, cuyos apodos eran sin lugar a dudas producto de topónimos arcaicos, de lugares remotos más allá del desierto infinito, más allá de las ciudades de Cíbola, hasta las altas praderas en las que los hombres se miden con la mirada atravesada. Las chicas siamesas, con las tetas al aire y una diminuta falda que a duras penas cubría el vacío existente encima de las rodillas, prestaban nula atención a los dos charlatanes. A ellos tampoco parecía preocuparles demasiado, parecían enfrascados en sus propios mecanismos mentales para cazar a lazo. Por un momento giraron la cabeza, miraron al intruso y siguieron con su matraca intentando encandilar a las mozas que en ese momento limpiaban unos vasos con un cochambroso paño de felpa india, comprada en un chino, agrisado por la humedad y la mugre. Una sostenía el vaso y la otra le pasaba el paño en una acción tan compenetrada que parecía fruto de una sola persona. Las camareras siamesas también llamaron la atención sicalíptica del llanero solitario y se dispuso a estudiarlas concienzudamente. Para disimular su curiosidad malsana pidió un chupe de ron, negrita, y un café, negrito. Una de las mitades de las chicas era realmente fea, se llamaba Ofelia; y la otra, Marianna, de una hermosura palatina; la fea hablaba del tiempo y la guapa de filosofía existencialista y varias veces se oyó la palabra quirquegar y las palabras maldita noche de viento. “El Santiago” y “El Montero” tan sólo se dirigían, en sus disquisiciones, a la fea, comentando amigablemente de heladas nocturnas, soles africanos y lluvias tardías que por mayo eran por mayo, cuando hace la calor, cuando canta la calandria y responde el ruiseñor. Indudablemente quien llevaba la voz cantante en el dúo simétrico femenino era la menos favorecida, con un rostro oscuro, un tanto equino, que parecía absorber la luz mortecina del lugar sin devolver ni un destello, tal vez el cosmético barato producía ese efecto opaco. Sin embargo sus pechos eran dulces cántaros de miel, eran dos enhiestos surtidores de sombra y sueño, eran dos glorias benditas; y sus piernas, hasta donde alcanzaban los ojos tras la barra, eran unas columnas de mármol filisteo, unos cetros de oro precolombino, unos simples objetos de deseo. Ford supo que era a ella a la que había que dedicar los desvelos si algo tangible se quería obtener de ellas en otra posición en la que la lengua sirviese para algo más que para hablar. Rendirla por aburrimiento era vencer el asedio contra el muro infranqueable de la pareja unida por el nacimiento y las caderas, el sueño y el tedio. No quedaba más remedio. El duelo dialéctico de los caza recompensas, -solo uno triunfará con las armas del amor, dése usted cuenta de que una cama redonda con una pareja de siamesas no está permitido por las leyes de las autoridades acuáticotermales-, prometía ser cruento: uno de los dos yacería moralmente muerto sobre las tablas del suelo de “El Cercano” y eso lo sabían ambos duelistas, que ya se habían enfrentado en otras ocasiones por el amor pasajero de otras damas de la noche, se habían enfrentado multitud de veces en los locales canallas de la ruta del bacalao allá por la Raia Seca de la Frontera, siempre por culpa de las mozas del cancán. A pesar de todo eran colegas que no se traicionarían jamás, ambos trbajaban aun para el señor Chistúm. Harruson Ford ultimó su ron añadiéndoselo a la taza de café y fue paladeándolo como hombre que lleva mucho tiempo sin sentir en la boca una dulzura de esa quemazón tan agradable como la quemazón de un amor primerizo. La bebida empezó a subírsele a la cabeza, notó un calentamiento global de las dos orejas y un embrutecimiento de su pestañeo aleteico. El sonido del jazz envolvía el ambiente con un pespunte de calma y agitación, de contrabajo y piano, de colores diluidos hasta que el saxo los casaba en santo matrimonio. La noche iba a ser larga porque el soplón de Oira le había dicho que su objetivo, aquel delincuente al que perseguía desde hacía tres legislaturas, pasaba por allí a ultima hora de la tarde a ultimar unos güisques dobles de malta antes de enganchar la partida de póker en el chigre de la catedral, bajo los arcos del pórtico del Paraíso Terrenal. Así que pidió otro ron a palo seco y se dedicó a observar mejor a los parroquianos. En una mesa un tanto alejada de la puerta, como si tuvieran frio, se sentaba Philip K. Dick jugando una partida de ajedrez con un robot rubio. Los dos estaban dormidos soñando sabe dios qué ovejas eléctricas mientras un peón sodomizaba a una reina. Un poco más allá un pintamonas con una carpeta de dibujo intentaba retratar a lápiz al “Doc” Freud que, sin perder la pose, explicaba al calcamonías un episodio de la Guerra del Opio. A su lado una amazona con el arco y el carcaj colgados en el respaldo de la silla leía la Gaceta de la Iglesia Ortopédica. Harruson observó que la hoja dominical estaba dada la vuelta, tal vez fuese una señal gnóstica o un simple despiste. Aun un poco más al fondo, ya desdibujadas por la penumbra, otras damas de la noche, vestidas de volantes, tules y capirotes discutían la cualidades sintácticas del amor en los tiempos del covid, rodeadas por apuntes de universidad a distancia para mayores de cincuenta años, ovillos de estambre y tazas de café con leche vegetal, mientras echaban una partida de burropóker con cartas pornográficas albanesas. El jefe de estación de Aceaguas Norte en la que ya no paraba ningún tren, se refugiaba entre ellas de las amenazas de la polución nocturna ambiental, dormitando con las manos entrecruzadas sobre el prominente vientre de sesentón borrachín y perdulario. De vez en cuando opinaba sobre los asuntos dejando en el éter un soniquete de frases juglarescas emitidas en la antigua y provenzal lengua d’oc
Al lado de la barra había una antiguo aparato de teléfono de monedas de la desaparecida, por inmersión bursátil, Telefónica SA, con un cartel que indicaba: “Capilla de san Ramón Nonato. Para iluminar inserte una moneda de oro de un dólar, para hablar inserte dos monedas”. Sintió curiosidad, así que, sacando una moneda del bolsillo del chaleco de fantasía, la introdujo en la ranura, colocada estratégicamente en una obscena figura de venus esteatopigia que recibió la dádiva con un sonido de máquina tragaperros y tragaperras. Una enorme pecera de cristal situada detrás de los estantes de las bebidas se iluminó con una luz verdosa y opaca. Dentro nadaba un monstruoso esturión francés plateado y bigotudo deambulando con una calma tibetana en el liquido amniótico: era el dueño del local, un apacible personaje que manejaba el negocio con una falsa apatía tras la que se ocultaba la biografía de revolucionario dantoniano de la Comuna del 78. A Harruson le pareció que le sonreía sardónicamente a través del cristal. Una etiqueta diminuta pegada al costado del escualo decía: “Beba gaseosas Laureano. Verín. Poesía de Xosé Carlos a cuarenta euros”.
CAPITULO 2
La noche se cerraba poco a poco mientras Harruson le daba duro al alpiste que sabía a buen wisky, mientras el Montero y el Santiago habían pasado de Quirquegar a Sastre haciéndole unos buenos trajes a las siamesas. En una mesa del fondo, pegada su vista a la tableta electrónica cual vendedor de Once la pega a los décimos que vende, el viejo escritor, que estaba de vuelta de todo, y, sobre todo, de vuelta de Argentina, a donde se había ido escapado por causa de una barriga ‘gorda’ en tiempos de “a lo hecho pecho” o “mira que te doy unas buenas hostias si no contraes nupcias con mi preñada hija”; sí, el viejo escritor olía que algo estaba a punto de suceder en el ambiente. El viejo, apodado “el Argentino”, había ya hecho la mili hacía un montón de años como para no saber que se estaba mascando algo en elcercano, más concretamente en la barra. Eran las siamesas, que parecían enfadadas, discutiendo entre ellas, portando cada una un espejo para verse mejor las caras de mala leche; y es que estaban hartas de que el Monti no levantara los ojos de las tetas de la fea; y una molesta porque no le mirara las suyas y la otra molesta porque no le mirara ni una sola vez la cara, ambas sacaron sus delantales, los tiraron al suelo y pisotearon, se pusieron la camisa y lo que tapaba el agurejo encima de las rodillas, cogieron sus bolsos y dieron la vuelta a la barra con dirección a la salida parándose un momento para arrearle un sonoro bofetón al Monti que hasta despertó a un cliente lector que se había quedado dormido encima de la página 69 de “Crimen y castigo”, apoyada la cabeza sobre la mesa. Harruson cogió su fusil por puro instinto de sobrevivencia, pero enseguida lo guardó al ver como las siamesas salían ya por la puerta y no habría más peligro. Pero es que en algo tenían razón las siamesas, en que una cosa es estar con las tetas al aire y otra muy distinta que el mirón no saque su vista de ellas; aunque, también es verdad, el hartazgo del trabajo podría estar en que como eran siamesas cobraban solo un sueldo, cual si fueran una sola trabajadora, y eso es explotación, tal como le había explicado concienzudamente el hortera sindicalista apodado El Bufandas.
Tras la mesa de “El argentino” estaba una librería pared que protegía la intimidad de otras mesas donde había tréboles, picas, diamantes y corazones, en manos de viciosos del juego y ambiciosos del dinero. No se veían demasiado, la discreción es necesario cómplice del juego de póker, pero al estar el baño a un lado, Harruson pudo ver pasar al escusado a otra monja de Franciscanas, Madre Baraja, una jugadora habitual que le pegaba al naipe antes de rezar las oraciones de la noche; decía Madre Baraja que no había conocido mejor remedio para su insomnio que un par de horitas barajando su juego.
A partir de la medianoche, y hasta la hora de cierre o una de la madrugada, se permitía algo extraordinario, único, en elcercano, que se había conseguido gracias a particular licencia expedida por una autoridad municipal y gubernamental, sospechosamente corrupta o semi corrupta, que era poder fumar en el tugurio. Así llegaban a esa hora al Café decenas de clientes nostálgicos de esa niebla inducida por Ducados y Malboros mientras se dialogaba, conversaba, o monologaba, esto último lo más habitual cuando la 1906 ya influía poderosamente en las cabezas. Esto creó un problema al dueño del lugar pues sin siamesas no daba abasto, menos mal que estaban ellas, unas señoritas francesas que a falta de pan habían pedido trabajo en elcercano y lo seguían pidiendo en otros lares porque habían llegado de París hacía una semana escapando de Macron y sus idioteces, sin papa de español y con poca papa de euros. ¡Venga, a trabajar, mademoiselles, estáis contratadas!, resolvió eficazmente el patrón. Pasaron detrás de la barra del bar y despachaban que daba gusto verlas, además se parecían a las trillizas de Julio Iglesias en el siglo pasado. Gran ambiente marcial en elcercano, con el Montero y el Santiago despidiéndose ya entre Homero y Cervantes, discusión que arrastraban desde hacía una década en que Jesús el Maestro había pontificado a favor del manco y al que seguía el Montero que no el Santiago. Harruson había encontrado ¡por fin! su sitio, aquí iba a haber chicha. Y limoná
CAPÍTULO 3
Harruson Ford sintió un cosquilleo en su falo de titanio y pizarra de Valdeorras de fama acreditada entre las mujeres empresarias de la tercera edad que buscaban sexo duro (y tan duro), y la ternura apocalíptica que solo los tipos duros como él sabían transmitir. Se acercó a la mesa en que el nadador invernal argentino disputaba una partida de ajedrez con un Fisher lejano. Una ojeada rápida al tablero y sin darse importancia dijo: las negras… jaque mate en 27 jugadas. El nadador hizo sus cálculos. Consultó un programa de IA. Lentamente tumbó el rei de las negras y miró con respeto reverencial a Harruson. ¿Ruso, androide? preguntó al aire cuando Harruson ya se había ido.
Al fondo, unos fascistas jacomitas susurraban sus conspiraciones. Cerca, el Mezquiteño, banderillero anarquista jubilado, clavaba sus rehiletes irónicos sobre los intelectuales postineros que debatían a gritos en una mesa grande cercana: ¿El ser es cuando no es o es al ser-siendo-sido?. El Mezquiteño que sempre hablaba en la lengua antigua del país apuntou: “Iso é o que dicía a miña avoa que en paz estea, do caldo. Cando o comes é un xa foi; mentres non o comes, é un é”. El extremeño caducifolio precisaba: O caldo.. ¿de brassica oleracea capitata, brassica rapa o brassica oleracea viridis? . Terei que lle preguntar á miña avoa coa guija pero creo que que era de brassica rapa.
Harruson seguía la polémica mientras examinaba a las recién llegadas. “Material gabacho macroniano” pensó desdeñoso mientras se acercaba a los cazarrecompensas. Se mascaba la comedia.