Nuestro querido amigo Alfonso J. Ussía, en COBA FINA, escribe sobre Javier Marías
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Moncho
En su prosa nunca dejabas de navegar por la intriga de la doble moral, de la duda, del subconsciente y del peligro inminente
A mí siempre me pareció mirarle desde abajo. Como si Javier montara sobre un caballo inmenso y armado al que sería imposible vencer en un duelo de espadas. Tenía un poco de Shakespeare, pero más de Blas de Lezo, tenía más de G.K. Chesterton que de Montaigne, tenía de Conrad y de Stevenson, aunque quizás esas ganas permanentes por ser más de allí que de aquí impidieran que hoy la comunidad declarara no tres días, sino una semana entera de luto, por el novelista que a todos nos gustaría ser.
De tan británico que era, Javier Marías se ha marchado a la vez que la reina de Inglaterra, porque igual de buen escritor, él dormitaba encamado en un pedantismo pro británico que le hacía distanciarse del madrileño que era. Pero a los grandes genios se les perdona hasta eso, incluso permitiéndose más de una novela aburrida, porque o le sigues o te lo pierdes para siempre. Como acaba de pasar con el último de aquella generación que deambula entre la perfección y su retórica. El escritor de las maneras elegantes, y que desdeñaba la polémica en una falsa humildad, que compartía cama con su brillantez de pensamiento.
Vivió debajo de Nabokov, estudió filología inglesa, tradujo a autores clásicos y se convirtió en uno de ellos. Ganó todos los premios, fue académico de la Real Academia Española, ocupaba el sillón R, de Redonda, esa cuna del saber que fundó. Javier no perdía tiempo ni en conceder entrevistas; todo lo necesitaba para seguir formando y alimentando esa prodigiosa mente de saber, que de tanto, parecía cada vez más encerrada y ajena, como su prosa, que era tan exquisita que cada línea resultaba más lejana e inalcanzable. Era un lenguaje en la reflexión. Y era de Madrid, así que espero que no suba la bandera que ondea a media asta por reina ajena, y que por Javier Marías se termine de caer del todo 16 días más, uno por cada brillante novela que ha dejado a estos huérfanos noveles.
Se lo cuento a Ray Loriga, a quien pillo en el aeropuerto de Berlín y le doy la mala nueva. Cuando se marcha un referente, los pequeños tratamos de pegarnos a los grandes para que nos enseñen algo más de él.
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