Fueron 140 toneladas de tomates tirados por el suelo, tirados como objetos inútiles para barrer, pero con un dilema moral encima de la chepa de todos los que participan, o son responsables de su promoción y puesta en escena. La verdad es que el rojo de la tomatina no es de sangre como la cercana guerra actual en Europa pero recuerda cierto dolor al dejar de aprovecharse para la alimentación, sobre todo en tiempos que nos cuentan cómo se han duplicado en el último mes las comidas que reparte Cáritas. Esta esquizofrénica sociedad que puede pasar de sufrir el aislamiento extremo por causa de un virus a la vorágine festera que nos invadió este verano de una manera casi instantánea no puede orientar convenientemente hacia la virtud de ninguna cabeza. Menos mal que no se tiran catanas, puñales y navajas de forma generalizada tal como se lanzan los tomates en Buñol, pero tampoco sirvan las cifras de participantes como argumento para mantener una tradición de 75 años que no creo consumieran lo de hoy en tal fiesta.
La tomatina, una fiesta incomprensible
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