Dice George Steiner que “es en los cafés donde la vida intelectual brilla de verdad con toda su luz”, y yo no lo voy a desdecir, primero porque es Steiner, segundo porque tiene toda la razón. Sobre todo, como es el caso de nuestro café, cuando la conversación civilizada no se ve alterada por el ruido de algún artefacto audiovisual, que diría Barroso del café de Pombo. Sin duda, y vuelvo a Steiner, “el café es la sociedad más igualitaria del mundo, porque por el precio de una taza de café o una copa de vino puedes pasar un buen rato sentado a la mesa, escribiendo, leyendo o haciendo lo que te plazca”. Así lo entiende, por ejemplo, nuestro amigo Pepe Rivela, que pasa las tardes sentado a la mesa del café viendo películas en la tablet, o leyendo su libro, sin que tampoco le moleste la interrupción por la conversación cuando se le acerca cualquier otra persona. No son muchas personas las que realmente piensen y disfruten de lo que digo al respecto, pero allá ellos, porque desde luego escuchar buena música -generalmente de jazz-, a un volumen compatible con la tarea de la mayor concentración, con una luz cálida y la temperatura ideal, además de tomarse un café o cualquier otra cosa de precio inferior a lo que gasta el coche por estar aparcado en la calle dos horas, es un lujo al alcance de quien no sigue modas y modos discrepantes con nuestra visión del café. Lo confieso, aunque habrá alguien que no le interprete bien: a veces, ver el café vacío me da un gusto impropio del negocio, pero es que en esas ocasiones me pasa como con la película donde el librero, al preguntarle un cliente por un libro concreto, contesta que por qué le preguntan siempre a él; porque es el librero, le interpela el cliente; ya, pero es que yo monté la librería para escuchar jazz (la escena transcurre con un fondo musical de jazz maravilloso). Una contradicción, ya lo sé, pero es que en estos días casi no nos visita nadie y sin embargo me encuentro cojonudamente, hasta puedo trabajar en la mesa del fondo mientras escucho a Miles Daves.