El 4 de diciembre de 2016, Edgar Maddison Welch, un veinteañero de North Carolina, se plantó en la pizzería Comet Ping Pong de Washington con un fusil AR-15. Su afán era intervenir personalmente en el #Pizzagate, una teoría conspiranoica que acusaba a Hillary Clinton de liderar una red de pedofilia en el sótano de ese local. Sólo la suerte impidió que aquella alocada incursión acabase en tragedia: apenas disparó tres veces antes de ser interceptado por la Policía.
Este célebre incidente, embrión de la locura de Qanon, suele usarse como prueba de la creciente irracionalidad de nuestro mundo. Si millones de ciudadanos del país más rico del planeta se creen una chaladura semejante, ¿cómo podemos ser optimistas sobre el futuro de la humanidad?
Steven Pinker, sin embargo, sostiene que el #Pizzagate demuestra justo lo contrario. En vez de distraernos con un caso aislado como Welch, debemos centrarnos en la inmensa mayoría de creyentes que ni siquiera se molestaron en denunciar los hechos la policía. O en la reseña de Google que dejó un pizzagater que visitó el local: «La pizza estaba increíblemente cruda. Hombres sospechosos con atuendo profesional que parecían parroquianos no dejaban de mirar a mi hijo y a otros niños del local».
«La mayoría de nosotros difícilmente hablaría de la consistencia de la pizza si pensáramos literalmente que se estaba violando a niños en el sótano», afirma el psicólogo cognitivo de la Universidad de Harvard. «Al menos el hombre que irrumpió en la pizzería empuñando su arma se tomaba en serio sus creencias. Los otros millones debieron de haber creído el rumor en un sentido muy diferente de creer del habitual: en realidad, el #Pizzagate es una narrativa que sirve para unir a la tribu y darle un propósito moral. Que sea literalmente ‘verdad’ o ‘mentira’ no es la pregunta relevante en este caso».
Este tipo de razonamientos contraintuitivos han convertido a Steven Pinker (Montreal, 1954) en uno de los intelectuales más influyentes del planeta. También forman el esqueleto de su nuevo libro, Racionalidad (Paidós), en el que desmonta -o, al menos, lo intenta- uno de los dogmas más populares de las últimas décadas: que los humanos somos seres irracionales, una especie de cavernícolas trasplantados al mundo moderno sin las armas cognitivas para entender la realidad. Pinker sostiene lo contrario: no sólo somos racionales, sino que somos capaces de pulir nuestras habilidades lógicas y así alcanzar la prosperidad.
El pensador aparece al otro lado de Zoom con su característica melena ensortijada. Como fondo de pantalla ha elegido una imagen panorámica de Oakland, la ciudad que acoge la Universidad de Berkeley, donde disfruta de un año sabático mientras promociona su libro, prepara una serie para la BBC y atiende las llamadas de numerosos empresarios, intelectuales y jefes de Estado de todo el mundo que reclaman sus consejos.
Y eso que, en realidad, lo más llamativo de Racionalidad es la aparente obviedad de su tesis. Pero, en 2021, defender la razón sobre la emoción se ha convertido, de algún modo, en una propuesta contracultural. «Cada vez más gente sostiene la idea equivocada de que sus causas morales están por encima de la racionalidad», explica Pinker. «Tanto en la derecha como en la izquierda hay personas que están tan seguras de la moralidad de sus posiciones y de que el otro bando es malvado que, cuando les pides que argumenten sus opiniones, se lo toman como si fuera una herejía o una traición».
Ya en su anterior libro, En defensa de la Ilustración (2018), Pinker sostenía que la idea de aplicar la razón a las grandes cuestiones de la vida, como el origen del Universo, es una excepción histórica que arrancó en el siglo XVIII. La tentación, entonces, sería considerar que los tres siglos que han pasado desde entonces han sido un mero paréntesis antes de volver a un sistema reconquistado por la irracionalidad.
Cada vez más gente sostiene la idea equivocada de que sus causas morales están por encima de la racionalidad
Pinker no parece muy receptivo a esta idea: «Primero, hay que puntualizar que los valores de la Ilustración nunca han sido mayoritarios en la humanidad. Además, en cuanto surgió la Ilustración, enseguida aparecieron la Contrailustración, el romanticismo, los nacionalismos… Nos gusta pensar que la razón domina las instituciones de élite como los gobiernos democráticos, las universidades o el periodismo. Pero, en realidad, vivimos una batalla constante contra las tendencias más irracionales del ser humano».
-Y el bando de la razón, ¿va ganando o perdiendo?
-Está cada vez más débil en algunos sectores como las universidades, que intentan imponer una respuesta correcta a cualquier asunto de la política o la moralidad y castigan a quienes cuestionan esos dogmas. También en algunos partidos políticos, como el Republicano, que se ha aislado a sí mismo del mundo real.
-¿Y en cuáles está más fuerte?
-En muchos: la ciencia, la ingeniería, la medicina o incluso el periodismo, gracias al fact-checking o el periodismo de datos. Aunque la gente piense lo contrario, si hacemos las cuentas, nunca hemos sido más racionales que ahora.
La respuesta es típica de Pinker, líder oficioso de los Nuevos Optimistas, un grupo de intelectuales que sostiene que la Humanidad jamás ha vivido mejores tiempos que el actual. A sus detractores siempre les ha irritado la «complacencia» de este enfoque, que prefiere la gradualidad del reformismo liberal al fulgor de las medidas radicales. Ahora, con el auge de los populismos, los estragos del cambio climático y el estallido de una pandemia global, entre otras tantas tragedias, muchos dan por periclitado este optimismo.
Pinker, lejos de amilanarse, niega la mayor: lo suyo no es optimismo, dice, sino un análisis desapasionado de los datos que demuestran, por ejemplo, que la pobreza extrema se ha desplomado en las últimas décadas: «Que me llamen optimista es una señal de hasta qué punto los periodistas o los intelectuales están incapacitados para entender el concepto de progreso. Están tan convencidos de que la humanidad está en declive que son incapaces de entender que el progreso es algo empírico, basado en datos, y no depende de que seas optimista o pesimista».
Por supuesto, aclara, es utópico pensar en un mundo sin guerras ni asesinatos. Pero nuestra capacidad para entender la realidad se ve distorsionada por el método de trabajo de los periodistas y muchos historiadores. «Sólo se centran en acontecimientos puntuales, como las guerras o los atentados, en vez de las tendencias a largo plazo que reflejan los datos», dice. «Un país en paz nunca es noticia. Una ciudad que no ha sufrido un atentado tampoco».
-Pero no me negará que llevamos unos años con noticias negativas especialmente llamativas…
-Es una ilusión estadística. Si los hechos ocurren de forma aleatoria, es inevitable que haya momentos en que se solapen varios acontecimientos negativos. Y entonces tenemos la sensación de que todo forma parte de una conspiración o de que el mundo se resquebraja. Pero forma parte de la naturaleza de la Historia. Y también hay momentos en que se solapan noticias positivas.
Otro de los objetivos de Racionalidad es desmontar uno de los conceptos más populares de nuestra era: que vivimos en la sociedad de la posverdad. Él propone sustituirlo por uno menos sonoro, pero quizá más preciso: la sociedad de mi lado. En resumen, la gente sigue creyendo en «la verdad», pero la define «exactamente como dicta la secta, la tribu o el partido político» al que pertenecen.
«Esto no es algo nuevo», insiste Pinker. «Todo el mundo cree que tiene razón, que su bando tiene razón y que los que discrepan o mienten o son malvados. Para combatir este sesgo, creamos instituciones neutrales como la ciencia, la universidad, el periodismo de calidad o los debates parlamentarios, que funcionan con reglas que hemos consensuado entre todos. Y, si funcionan bien, podemos llegar a la verdad en vez de quedarnos en mi verdad».
El problema es que estas «fábricas de objetividad», como las llama Pinker, han entrado en crisis a la vez. La polarización impide que la política afronte los problemas reales, mientras que el periodismo se ha contaminado del encanallamiento de la sociedad, la universidad parece más interesada en cancelar discursos heterodoxos que en generar nuevas ideas… Y la ciencia, pese al triunfo de diseñar vacunas para el Covid en menos de un año, se ve acorralada por los discursos negacionistas que se desparraman por las redes sociales.
Por una vez, el discurso de Pinker se tiñe de un cierto pesimismo. Afirma que la confianza en las instituciones alcanzó sus máximos históricos en los años 60 y que, desde entonces, se ha erosionado lentamente. «Probable-mente, la desconfianza sea el estado natural de la gente», dice. «La tendencia general es no fiarse de nada que tenga poder o prestigio. Y la confianza no se regala: es algo que debe ganarse y protegerse».
Los universitarios de EEUU temen expresar sus opiniones por miedo a recibir ataques personales: que se les llame racistas, misóginos…
-Hablemos, entonces, de la universidad, que usted conoce personalmente. Si usted tuviera 20 años ahora, ¿prosperaría en el mundo académico?
-Sería un desafío, porque la mayoría de los universitarios de EEUU temen expresar sus opiniones por miedo a recibir no sólo críticas, sino ataques personales: que se les llame racistas, tránsfobos, misóginos… Hay toda una generación de estudiantes a los que se les está intimidando para que no puedan hablar libremente.
-Pero la Universidad es uno de los pilares de la Ilustración. Y ahora muchos pensadores, usted incluido, la señalan como uno de las amenazas para la razón…
-No diría eso de todos los campus. Pero sí que muchas universidades están renunciando a su rol de defender la racionalidad. Si los contribuyentes sufragan los campus es porque es uno de los medios de la sociedad para descubrir y transmitir el conocimiento. Y, si en vez de hacer eso, se dedican a cancelar a la gente con ideas impopulares, están incumpliendo la responsabilidad que la sociedad les ha atribuido.
Las ideas que dominan hoy las aulas beben del posmodernismo, con su crítica a la tradición y la racionalidad propias de la Ilustración, justo los valores que defiende Pinker. Una de sus frases más célebres – «los intelectuales odian el progreso»-, va dirigida a esa élite que centra sus esfuerzos en hallar nuevas y sutiles formas de agravio y catastrofismo. «Muchos de nuestros pensadores más prestigiosos llevan mucho tiempo prediciendo un inminente colapso de la civilización que nunca se ha producido», dice. «Desde el siglo XIX, con Nietzsche o Schopenhauer, pasando por Sartre, Adorno, Derrida, Foucault, Gramsci… Como bromea uno de mis amigos: ¡el mundo lleva acabándose muchísimo tiempo!».
De ahí que, en una de sus clásicas disyuntivas, le guste enfrentar dos tipos de mentalidades: los creadores de conflicto, encarnados en Greta Thumberg, y los creadores de soluciones, representados por Bill Gates. «Creo que no hay duda de con quién me identifico más», bromea. «Quizá los activistas emocionales como Greta sirvan para concienciar a la gente de los problemas. Pero, por muchas denuncias moralistas sobre la sociedad industrial que hagas, la gente quiere energía, quiere calentar sus casas… Y me parece arrogante llamar ‘malvada’ a la gente por querer mejorar su nivel de vida».
De hecho, podría decirse que Pinker es la cara académica del activismo racional de Bill Gates, un fan declarado de sus libros. Ambos comparten otro rasgo en común: son imanes para las iras de los populistas de ambos extremos. Hasta el punto de que, el año pasado, la Sociedad de Lingüistas de América intentó -sin éxito- expulsarle por, entre otros pecados, unos tuits de 2014 en los que no se mostró suficientemente contundente con el racismo.
-¿Entiende por qué le odia tanta gente?
-A mí me sorprende, ¡soy un tipo bastante majo!
-Seguro que tiene una teoría…
-Hay muchos activistas e intelectuales cuyo único programa es derribar el sistema, sin aclarar qué construirían en su lugar. Piensan que el sistema es tan corrupto, tan decadente, que cualquier cosa que salga de sus cenizas será mejor por definición. Pero hay poca gente que subraya las cosas que sí funcionan: tenemos comida en el súper, agua limpia en el grifo, calles relativamente seguras… Yo soy uno de ellos, lo que me convierte en el objetivo de quienes sólo quieren verlo todo arder.
-¿No tiene nada que ver que usted sea un hombre blanco, educado y rico que no pide perdón por ello?
-Puede haber algo de eso… ¡Pero muchos ataques vienen de hombres blancos y ricos! Me incomoda un poco decirlo, pero cuando eres famoso, cuando tienes éxito, hay gente que se pone celosa. Eso puede explicar algunas cosas…
no hay nada más racional que disfrutar de la vida y dejarte llevar por las emociones… Siempre, claro, que no dañen a otra gente ni a tu yo del futuro
La cuestión pendiente es cómo aplicar toda esta teoría a la vida cotidiana. Dice Pinker que intenta ser racional todo el tiempo: por ejemplo, lee periódicos cuya línea editorial le desagrada, incluidas las críticas negativas de sus libros. Pero también admite deslices: aún no ha encontrado una justificación moral para comer carne, más allá de que le gusta su sabor.
También es un fan de los Boston Celtics de la NBA, sin que nada explique por qué prefiere ese equipo a cualquier otro. Aunque sí encuentra un argumento racional para el deporte: «Su función es aplacar nuestra psicología tribal: sentimos el placer de ver a los nuestros combatir contra el enemigo, pero sin que haya muertos».
Porque, como le gusta subrayar, la racionalidad tiene una mala reputación injustificada. En las películas, apoyamos al rebelde sin causa; en el deporte, al equipo pequeño… Y quienes cumplen las reglas a rajatabla suelen parecernos personajes aburridos y, por qué no decirlo, un poco aguafiestas. ¿No será que, en el fondo, la irracionalidad está incrustada en nuestro cerebro por mucho que luchemos contra ella?
«¡Es que no es irracional divertirse, enamorarse o bailar!», se exaspera. «Hay que rechazar el estereotipo de que la gente racional es seca, triste y robótica. Cierto: hay veces que rechazamos el placer inmediato, como darnos un atracón o tener un lío de una noche, porque nos arrepentiremos más adelante. Pero no hay nada más racional que disfrutar de la vida y dejarte llevar por las emociones… Siempre, claro, que no dañen a otra gente ni a tu yo del futuro».