Los Gobiernos occidentales han cometido un grave error de cálculo con Afganistán. Un error asombroso. Han gestionado la retirada como si lo que sucediera en Afganistán no fuera a interesar a nadie en las democracias que gobiernan. Como si el público fuera a ver las noticias sobre el final de veinte años de presencia allí con la indiferencia que reserva para esos lugares en los que no se nos pierde nada. Los Gobiernos pensaron, o actuaron como si lo pensasen, que Afganistán era un lugar remoto. Un “shithole country”, que diría Trump. Qué enorme y absurdo error.
Hubo un error de cálculo descomunal en la previsión del tiempo que tardarían los talibán en llegar a Kabul. Ahora, las agencias de inteligencia se tiran los trastos a la cabeza por ello.
Pero el error más estridente e incomprensible fue no darse cuenta de la repercusión que podía tener hoy, en la opinión pública de las democracias, lo que ocurriera allí. No estamos como en 2001. Entonces, cuando los atentados del 11-S, sobre el terreno sólo había un canal de televisión internacional, la CNN, con un corresponsal. Las transmisiones de Nic Robertson, con algo parecido a un teléfono por satélite, apenas audibles y de imagen borrosa, fueron frecuentes en aquel mes y pico entre los atentados y la invasión, pero no ofrecían ningún alimento para la imaginación del público. Por aquellas fechas, de los talibán y su barbarie se había visto la demolición, con dinamita y disparos de tanques, de los Budas de Bamiyán, y poco más. Eso ha cambiado radicalmente.
Afganistán y la suerte de los afganos se han metido en nuestras pantallas. Tenemos un goteo constante de vídeos y fotos de lo que pasa en Kabul y en otros lugares del país. Hemos visto el caos en el aeropuerto, hemos visto a afganos subiendo a las alas de aviones militares y cayendo al vacío para una muerte segura, e incluso hemos visto una pequeña protesta de mujeres y una primera manifestación en contra de los talibán. Hay móviles, hay internet, hay redes sociales y hay canales de televisión afganos que transmiten todo eso. Hasta los talibán están haciendo una operación de relaciones públicas, y conceden entrevistas en televisión, algo inédito, para blanquear su imagen. Los únicos que no se han debido de enterar de que Afganistán ya no es el lugar remoto donde no se nos pierde nada son los Gobiernos occidentales.
En veinte años de presencia militar, diplomática y de cooperación, miles y miles de occidentales han estrechado lazos con miles y miles de colaboradores afganos. Veteranos de guerra norteamericanos llevan años confeccionando una lista de colaboradores afganos para conseguir su traslado a los EEUU, y tropezando con la burocracia. Soldados y periodistas españoles han dado a conocer la situación de sus amigos afganos, también afectados por la demora en los trámites y por el imperdonable retraso en la evacuación. Incluso conocemos el nombre de algunos de los intérpretes que trabajaron codo con codo con nuestros militares y que, de continuar allí, van a sufrir represalias o a morir a manos de los talibán. Afganistán no es un lugar remoto: lo tenemos en casa. Y tenemos una responsabilidad.
Es posible que esta cercanía no dure mucho. Puede que el gran público, como tantas veces pasa, desvíe pronto su interés hacia otros asuntos y otros lugares. Pero mientras tanto, el presidente Biden, el que iba a presumir de poner fin a una larga guerra, aparece como un dirigente despiadado que entrega a los afganos, atados de pies y manos, a la crueldad talibán. E igual que él, todos los demás gobernantes de países que han tenido presencia allí. En menor grado, pero también. Y a la vista del fiasco de la retirada, bien empleado les está.