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ANDRÉS TRAPIELLO en EL MUNDO
ESTE va a ser un artículo de costumbres. Algunos jóvenes han tomado la costumbre de quejarse. O por lo menos a muchos de los que se les oye o a los que el dueño del megáfono se lo pone en las manos. Hasta ahora, los que solían quejarse eran los viejos. Tienen estos razones de sobra para hacerlo: en no estando muy mal de salud, en general morirse gusta poco. A los viejos de mi juventud sólo había una cosa que les impacientaba más que morirse: oír decir a un joven «estoy cansado».
Todo empezó hace un mes cuando una talentosa escritora, muy joven, de menos de treinta, fue invitada a la Moncloa, y allí, cuentan, le cantó las cuarenta al presidente Sánchez. Dijo con desaliento: «Cuánto peor lo tiene nuestra generación que la de nuestros padres, mucho más afortunados». No sabe cuán afortunada es ella. Lo que no habría dado uno, a su edad, por haber sido invitado a la Moncloa de entonces, aquella «Bodeguilla» de González, crisol de las élites intelectuales, germen del «Club de las Almendritas Saladas». Iría incluso ahora, si me invitaran, para recordarle al presidente que los privilegios y la desigualdad entre los territorios agravan más aún todos los problemas de los jóvenes, y que ya querría un joven extremeño para sí la mitad de los problemas de un joven madrileño, catalán o vasco.
En los artículos de costumbres prima la experiencia propia. El costumbrista es oportunista por definición: «Ayer me he encontrado con un amigo en la calle…». Etcétera. En unas semanas se han llenado los periódicos de artículos sobre este mismo asunto de las ventajas y desventajas de ser joven ahora. Acaso lo que más llame la atención en esta controversia es la ausencia, entre los jóvenes, de una discusión política. Priman las cuestiones prácticas: el precio del alquiler, el paro, la inutilidad de sus carreras universitarias. No las causas políticas de todo ello, como si se trataran de protestas… tuteladas desde el poder, en este caso desde el gobierno. Un «hablemos de los árboles que impiden ver el bosque». Es mi impresión.
Decía aquí el otro día Arcadi Espada que «hasta donde alcanza la vista, ninguna generación ha vivido peor que otra, salvo catástrofe bélica o pandémica». Muy cierto. La principal diferencia entre mi generación y la de nuestros hijos es que a la mía no la recuerdo hablar de «nuestra generación». A uno al menos nadie le habrá oído decir: «mi generación»; le pasa a uno lo que a Baroja, que no creía en la del 98, la suya, solo en los individuos.
El «viviremos peor que nuestros padres», remite, claro, a uno de los topoi o lugares comunes de la literatura universal, el de los ubi sunt «las nieves de antaño», de Villon, o el de «cualquier tiempo pasado fue mejor», de nuestro Jorge Manrique.
En realidad el «viviremos peor que nuestros padres» es una manera de decir «tenemos derecho a vivir como ellos e incluso mejor». Llevan razón y así será, porque heredarán de nosotros mucho más de lo que heredamos de los nuestros (una democracia, por ejemplo). Se quejan algunos de que no tienen casa propia. Paciencia. También heredarán las nuestras con todas las letras pagadas: la expectativa de vida para ellos es de diez años más que la nuestra, o sea, que los viejos moriremos diez años antes. Tanto derecho tendrían los viejos, pues, a demandar a la ciencia por fraude como los jóvenes a culpar al Estado de bienestar por no mecer mejor su cuna.
Ha salido aquí a colación la generación del 98. Cada generación, cada juventud, tiene sus ideales y propósitos. La del 98: el rearme moral de una nación hundida; la del 14: una política liberal, ilustrada, moderna; la del 36, la revolución (comunista o fascista) y la ilusión de una bonita guerra civil (su belle époque); la del 50, aquí o en el exilio, la de sobrevivir; la del 80, la restauración democrática… ¿Y la del 15-M? Es extraño. A los jóvenes de ahora sólo se les ha visto, de momento, un propósito político: cuestionar «el régimen del 78», articulado por la Constitución que les ha llevado masivamente a la Universidad y ¡a formar parte del gobierno de España!, a un consumo acelerado y a una sociedad del entretenimiento bastante compatible con el paro, incluso con el salario mínimo vital.
«La queja trae descrédito», decía Gracián. Veía en el estoicismo una forma de aristocracia quijotesca, frente al plebeyo y pancista «quien no llora no mama». ¿Cómo podríamos ayudar a los jóvenes?, oímos. La emancipación emocional del joven pasa necesariamente por «matar al padre». Quizá la edad adulta de una sociedad debiera pasar también por «matar al hijo», quiero decir, alentar a los jóvenes a hacer algo suyo propio, inaudito, nuevo, audaz, distinto y bueno para todos. Lejos, desde luego, de la comprensión inmediata de sus padres. Esa es la ley de vida. ¿Se entiende por qué desconfía uno del joven que obedece puntual cuando el poder le invita a ser desobediente? Casi tanto como del joven que dice «estoy cansado». Pregúntesele a Larra.